Durante el neoliberalismo, historia era lo que pasaba sin el pueblo (reforma eléctrica para beneficio de extranjeros), a pesar del pueblo (“ni los veo ni los oigo”), o contra el pueblo (matanzas en Acteal y Aguas Blancas, despido de 44 mil electricistas de Luz y Fuerza del Centro).
John Womack, el historiador del zapatismo, refiriéndose a las causas de la Revolución pero como si hubiera escrito apenas ayer sobre el México neoliberal, señaló: “A todo lo ancho de México, los hombres de empresa pensaron que no podrían mantener su nivel de ganancia o el vigor de la nación sin efectuar cambios fundamentales en el país”1.
Y sacando las castañas del fuego con la mano del gato, -o para decirlo en un español decantado: utilizando como sus empleados a los presidentes prianistas- esos hombres de empresa se dieron a la tarea de ilusionar a México con la incumplida oferta de colocarlo en el primer mundo, en un embeleso que duró treinta y seis años.
Sólo que antes había que tender un manto que oscureciera las verdaderas intenciones de intensificar la empresarial rapiña para que no nos diéramos cuenta de lo que en verdad sucedía.
Así, por órdenes superiores los legisladores modificaron las leyes para entregar el país a las empresas extranjeras dentro de la legalidad. Todavía tuvieron el buen humor de llamar “Pacto por México” a lo que no era sino otro ejemplo de la voracidad empresarial.
Así, los comentaristas periodísticos con doctorados en extranjía se convirtieron en jornaleros intelectuales que pusieron bajo tarifa sus opiniones. Los diarios y las radios no les fueron a la zaga y también cotizaron sus planas, sus portadas, sus horarios, su interesado silencio merecedor de bonificaciones como la eliminación del 12.5 por ciento del tiempo oficial de transmisión al que tenía derecho el Estado.
Así, se crearon infinidad de “organismos autónomos” integrados por ciudadanos presuntamente impolutos, seres probos extraterrenales ajenos a bajas pasiones, próceres del servicio público que no pensaban en el dinero. Para que no prestaran oídos a engaños, se les cubrió de sueldos, viajes y privilegios que por su cuenta nunca hubieran alcanzado. Ejemplo de esto es el califato de Córdova, también conocido como Instituto Nacional Electoral (INE).
Así, los intelectuales al mando y sus obedientes comparsas, debidamente aceitados con becas, exigieron medios para dedicarse a la creación de su obra sin sobresaltos económicos. Podrían editar revistas emocionantes para vendérselas al gobierno. Podrían publicar artículos equis y ganar, editar la recopilación de esos artículos en un libro y ganar, presentarse en ferias del libro con su recopilación y ganar, concursar para una beca con su libro y ganar, engrosar su currículum académico con el libro y ganar, convertirse en agregados culturales gracias al libro y ganar.
Todos ellos –más científicos del Conacyt, profesores universitarios, políticos metidos a vendedores de medicamentos-, corrompidos hasta la médula, mentirosos hasta la vileza, incorregibles hasta la desvergüenza, serviles hasta el descrédito, pintaron la imagen de un México que sólo existía en sus abultados sueldos y ganancias, un México al que sólo le faltaba un detalle para ser ideal: la participación del pueblo.
De ese pueblo eternamente olvidado, convenientemente marginado, incansablemente saqueado, abusivamente soslayado, vilmente engañado, mañosamente defraudado. El pueblo al cual el presidente López Obrador ha llamado a “hacer historia”.
Para hacerla no es indispensable ser héroe ni arrojarse al precipicio envuelto en la Bandera. Es el heroísmo diario de vivir con honestidad el que se necesita para cambiar a México. Vivir como aconseja Silvio, en “La necedad de asumir al enemigo / La necedad de vivir sin tener precio” 2.
Consumar el heroísmo de ya no creer en los bandoleros que con su carita de forajidos negando ante el juez su participación en el asalto a la diligencia, publican sus falsas noticias sin el menor recato. Para eso se necesita al pueblo. Bertolt Brecht escribió: “El joven Alejandro conquistó la India. / ¿Él solo? 3”. No, por supuesto. Es el pueblo el que hace la historia cuando se da cuenta de que es el protagonista de los cambios. El pueblo que trabaja y al que tanto se le debe es el que contra viento y marea está haciendo la historia. Haciendo, por fin, su propia historia.
- 1 John Womack. Zapata y la Revolución Mexicana. Siglo XXI Editores, México, 2006.
- 2 Silvio Rodríguez. El necio. https://www.youtube.com/watch?v=bKr8guhNA1I
- 3 Bertolt Brecht. Preguntas de un obrero que lee, en Juan Brom, Para comprender la historia, Editorial Nuestro Tiempo, México, 1981.
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