Tristes guerras
Miguel Hernández (1910-1942)
si no es amor la empresa.
Tristes. Tristes.
Eran las vacas sagradas de la cultura. Tenían la última palabra en los asuntos de su incumbencia, que eran todos, los demás, los otros y los por venir. Alfabetizaban a los indios remisos a través de sus revistas. Los ponían en contacto con las mentes más sutiles del planeta. Para que nadie se quedara sin su dosis de alta cultura, se las vendían al gobierno. Ocho mil revistas mensuales para 7,413 bibliotecas1. Más revistas que bibliotecas. ¿Y qué, si con las revistas sobrantes se podían hacer cucuruchos para despachar piloncillo?
La realidad los despertó de su privilegiado ensueño de hacer negocios con el gobierno. Pero despertaron modorros de aquel hechizo. Con los ojos pegados por las chinguiñas no vieron a los treinta millones que votaron contra el sistema que los había colmado de honores, y franquicias, y centavos, muchos centavos. Contra el sistema que los encumbró. Al que le cobraron hasta la risa. Al que su agudísimo talento nunca le vio rastros de corrupción. Ni ligas con el narco. Ni dispendios ni robos ni vicios ni masacres ni violencia. Nada. No vieron nada.
Despierto contra la 4T, el rebaño sagrado se entregó a la tarea de firmar desplegados periodísticos que sirvieron para que las señoras se los pusieran a las jaulas de los pájaros para recoger el alpiste. Creó una coalición partidaria contra natura donde los enemigos de siempre se volvieron amigos letales y terminaron desmoronándose. Fue el cerebro detrás del trono del señor X sin cerebro. El rebaño sagrado.
Arrastró su ya cuestionado prestigio. Demostró que mirarse el ombligo era el pasatiempo en que se deleitaba. Se rebajó al insulto. El rebaño sagrado que mostró el cobre cuando se agostaron los pastizales del presupuesto. Cuando se le cerró la llave por donde fluían los dineros. Cuando, del brazo y por la calle, fue motivo de risitas. Ah, el rebaño sagrado.
Vivió la complicidad con el poder y cuando se fueron los que estaban se vio en la orfandad. De nada le sirve hoy la utilización miserable que hizo antes de su inteligencia. De sus doctorados. De sus libros publicados no como resultado de reflexiones sino para engrosar el currículum que pone a la venta. Talento vendido como se comercian las hortalizas en las pizarras del mercado. Su genialidad etiquetada. Su arte liquidado con una nota de remisión.
Amargo el caso de un escritor que en la contraportada de su primer libro (1979) anuncia: “(…) milité y deserté en – del Partido Revolucionario de los Trabajadores”. Los trotskistas de la IV Internacional. Lo dedica a Rosario Ibarra. Usa estos versos a manera de epígrafe: “Nada de salvador supremo / ni dios, ni amo, ni tribuno”, que es La Internacional escrita por Eugenio Pottier. El himno de los trabajadores del mundo para “tomar el cielo por asalto”, como propuso la Comuna de París en 1871.
Pasa el tiempo, llega 1996 y la publicación de otro libro. Otra dedicatoria. La que dice: “Este libro pudo escribirse (…) con la ayuda incondicional del realeño Jesús Murillo Karam”. Cruzar el Aqueronte que va de Rosario Ibarra a Murillo Karam en cuestión de dedicatorias. Al final, cada quien puede hacer chongos zamoranos con su ideología si lo desea, pero queda para siempre rehén de sus palabras.
El enojo contra la 4T es porque llegó a deshacer las complacencias. Carecen de proyecto político. Su guerra por la recuperación de beneficios personales no es una guerra a la que todos estemos llamados. Lo suyo tan mezquino, si se antepone al beneficio de la mayoría social, importa un comino. Así es que volverán los desplegados. Los epítetos descalificadores, como llamar Mesías Tropical a quien hace política para todos. Enseñarán cada vez más el cobre. Pero aquellas épocas doradas, como las golondrinas de Bécquer, ¡esas… no volverán!
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