“Que en la misma se establezca por ley Constitucional la celebración del doce de diciembre en todos los pueblos, dedicado a la patrona de nuestra libertad, María Santísima de Guadalupe, encargando a todos los pueblos, la devoción mensual”
Lo anterior fue redactado el máximo prócer de la independencia mexicana en el que quizá sea el documento fundacional de nuestra patria
Desde California hasta Tierra del Fuego, los territorios que alguna vez recorrieron los soldados de lo que hoy conocemos como España comparten, cinco siglos después, una profunda conexión cultural. Un idioma mayoritario, un pasado colonial y una religiosidad popular se entrelazan para formar un tejido común que ha moldeado identidades y tradiciones. Esta fusión, que algunos denominan mestizaje, encuentra una síntesis simbólica en una figura emblemática: La Virgen de Guadalupe
Quizá con lo dicho anteriormente asuste a algunos lectores que niegan (lo entiendo), la noción de mestizaje que se nos enseña en las escuelas; sin embargo, si no es por este concepto, ¿Qué nos une con los demás pueblos de la América Latina si no es todo lo que implica la homogeneidad que trae consigo ese término? Alguien podría responder que la lucha del sur global o el combate contra el imperialismo; sin embargo, eso hace equiparable el sentimiento de hermandad entre un colombiano y un peruano que el de un colombiano con un sudafricano. Y, por más romántico que suene verlo así, lo cierto es que nos sentimos más hermanados entre personas del subcontinente, por razones que entran dentro del concepto de mestizaje.
Hablar de mestizaje no implica evocar de inmediato lo que la derecha denomina “un choque entre dos mundos”. Más bien, remite a una de las épocas más oscuras de la historia de la humanidad, marcada por una violencia descomunal que rozó el genocidio. Basta considerar que, en 1519, el territorio que sería conocido como Nueva España albergaba más de 17 millones de personas nativas. Para 1550, esa cifra había disminuido drásticamente a tan solo 3.5 millones, un número que ya incluía a los europeos y africanos asentados en estas tierras. (Según el libro “Nueva Historia General de México” del Colegio de México)
Lo mismo ocurre cuando se investiga sobre los orígenes de la Virgen de Guadalupe. Lo primero que aparece es lo que algunos llaman la “invención” de esta figura. Cabe aclarar que esta columna no pretende debatir lo sucedido aquel día de diciembre del siglo XVI, sino analizar el simbolismo y la representación que encarna la Virgen de Guadalupe. Es innegable que la imagen de una virgen morena sirvió como herramienta para que los europeos legitimaran la conquista espiritual y religiosa de los pueblos originarios de este continente. Asimismo, la sustitución de la diosa Tonantzin por la imposición de una figura católica fue un acto cargado de violencia, tanto simbólica como física, que dejó huellas profundas en nuestra historia y en nuestra identidad colectiva.
Es precisamente esta carga histórica la que lleva a muchos lectores a criticar la figura de la Virgen de Guadalupe, considerándola únicamente un símbolo de la conquista y del engaño colectivo hacia millones de nativoamericanos. Estas interpretaciones suelen caer en un reduccionismo que ignora la complejidad de lo que la Virgen de Guadalupe ha representado a lo largo de nuestra historia. En realidad, no hay mayor símbolo del mestizaje que ella misma. Cualquier crítica al significado de uno —ya sea la Virgen o el mestizaje— implica, de manera intrínseca, una crítica al otro, pues ambos conceptos están profundamente entrelazados en nuestra identidad y memoria colectiva.
Reconociendo que los orígenes de la deidad que nos ocupa estuvieron marcados por una violencia brutal hacia los habitantes de estas tierras, también considero prioritario no caer en el reduccionismo ciego con el que algunos —sobre todo ateos, a menudo desde una postura de soberbia— abordan la creencia y representación de la Virgen de Guadalupe.
Muchas de estas críticas, incluidas las de ciertos intelectuales, han sido tan irrespetuosas que encuentran su máxima expresión en El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz. En su obra, Paz describe a la Virgen como lo opuesto a “La Chingada” —entendida esta última como símbolo de violación tras la conquista—, presentando a la primera como la madre abnegada y resignada. Este planteamiento reduce la creencia a una mera respuesta traumática, ignorando las múltiples dimensiones simbólicas, culturales y espirituales que la Virgen ha adquirido en el imaginario colectivo de nuestra sociedad.
Sin embargo, la Virgen de Guadalupe no se limita a representar los orígenes violentos de la conquista; con el tiempo, ha sido resignificada como un estandarte de luchas sociales, particularmente por los sectores más oprimidos. Uno de los ejemplos más icónicos de esta resignificación es la Guerra de Independencia. En 1810, el cura Miguel Hidalgo tomó un estandarte con la imagen de la Virgen para simbolizar la causa insurgente.
La elección no fue casual: en un contexto donde la mayoría de la población compartía una devoción profunda por la Guadalupana, su figura tenía el poder de unir a diversas clases sociales bajo una identidad común. La Virgen, más que una imagen religiosa, representó la idea de los “americanos”, un concepto que buscaba diferenciar a los habitantes del continente respecto a los peninsulares y que apelaba a la construcción de una nueva identidad.
La lucha de independencia en su primera etapa llegó a tal punto en el que incluso algunos autores llaman dicen que existió una guerra santa en esa época. Luis Villoro, por ejemplo, nos dice que la insurgencia inicial encabezada por Miguel Hidalgo no solo buscaba la emancipación política del dominio español, sino que también estaba profundamente ligada a un lenguaje y simbolismo religioso que apelaba a las masas.
Incluso, en plena primera etapa de nuestra lucha de independencia existió una clase de “guerra de vírgenes”; por un lado, la Virgen de Guadalupe, adoptada por los insurgentes, representaba la identidad americana, mestiza y popular, erigiéndose como un estandarte de resistencia contra la opresión colonial. Por otro, la Virgen de los Remedios, venerada por los realistas, encarnaba la continuidad del poder español y la herencia de la conquista. Este enfrentamiento entre dos figuras marianas trascendía lo religioso para convertirse en una metáfora del choque entre dos proyectos de nación: uno que buscaba preservar la hegemonía colonial y otro que aspiraba a construir una identidad propia.
Otra época históricas en la cual la Virgen de Guadalupe sirvió como la representación del sector popular (o la izquierda), fue la Revolución Mexicana, donde se convirtió en un símbolo central para los líderes campesinos, como Emiliano Zapata, quienes portaban su imagen como representación de los derechos de los más desprotegidos.
Su figura trascendía lo religioso, conectando la lucha social con la espiritualidad profundamente arraigada en las comunidades campesinas. Para los revolucionarios, la Virgen de Guadalupe no solo era una protectora divina, sino también un emblema de esperanza y justicia que unificaba a las masas en su búsqueda de equidad y libertad. Este simbolismo fortalecía el vínculo entre los ideales revolucionarios y las creencias populares, otorgando legitimidad y un sentido de propósito a su causa.
Otro claro ejemplo fue durante las protestas que existieron en contra del régimen priista dictatorial del siglo XX. Durante los movimientos campesinos y obreros de esa época, la Virgen de Guadalupe se consolidó como un símbolo de esperanza y resistencia para los sectores oprimidos. En las luchas por la tierra y los derechos laborales, su imagen era una constante en marchas y manifestaciones, unificando a los trabajadores bajo un emblema que conjugaba espiritualidad y reivindicación social. La Virgen no solo era vista como protectora de los desfavorecidos, sino también como un recordatorio de la dignidad y la justicia por las que peleaban, dotando de fuerza moral y cohesión a las causas populares.
En tiempos más recientes, la Virgen de Guadalupe ha continuado siendo un símbolo de resistencia y lucha para los sectores marginados. Ejemplo de ello es su presencia en movimientos contemporáneos, como las manifestaciones en defensa de los derechos humanos, las causas indígenas y las exigencias de justicia social. Su imagen sigue acompañando a quienes buscan la transformación de un sistema que perpetúa desigualdades estructurales, recordando a los pueblos su capacidad de organización, fe y resistencia.
La Virgen de Guadalupe, entonces, no puede ser reducida únicamente a un símbolo religioso o a una herramienta impuesta durante la conquista. Es, más bien, un ícono del mestizaje cultural y una representación dinámica que ha sido apropiada y resignificada por los sectores populares a lo largo de la historia. Desde la Independencia hasta la Revolución y las luchas sociales del siglo XXI, la Guadalupana ha sido el estandarte bajo el cual se agrupan las aspiraciones de justicia, libertad e igualdad.
En un continente marcado por la violencia histórica, la Virgen de Guadalupe representa una síntesis de identidades complejas: es indígena y mestiza, oprimida y libertadora, sagrada y política. Por ello, más que un símbolo estático, ella encarna un proceso histórico en el que los pueblos han encontrado fuerza y esperanza para enfrentar las adversidades.
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