La noche del jueves, las calles de Los Ángeles, Nueva York, Chicago y otras ciudades de Estados Unidos volvieron a ser escenario de una vieja pesadilla: redadas masivas de ICE contra trabajadores y familias migrantes. En algunos estados, los operativos se desplegaron incluso en zonas escolares, tribunales y mercados. La intención era clara: generar miedo, forzar el silencio y criminalizar la necesidad humana más básica: la de buscar una vida mejor.
En total, más de 40 personas fueron detenidas en California y otras 80 a nivel nacional, según organizaciones de defensa de derechos civiles. Lo que alarmó no fue solo la cifra, sino la brutalidad. Vehículos blindados, elementos armados, intimidación y persecución a plena luz del día. Las redadas, lejos de garantizar seguridad, desataron pánico entre niños, trabajadores y comunidades enteras. Y como era de esperarse, las protestas no se hicieron esperar.
Desde Texas hasta Massachusetts, miles de personas salieron a las calles a defender el derecho de existir sin miedo. Fueron ciudadanos, no criminales, quienes alzaron la voz contra una política migratoria retrógrada. Y, como en los peores tiempos, la respuesta fue represión: gases lacrimógenos, detenciones arbitrarias y uso excesivo de la fuerza. La narrativa del “orden” se impuso sobre los derechos humanos.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, no tardó en pronunciarse. Lo hizo con claridad: “Con la integración de una nueva Corte, vamos a erradicar las redes de corrupción que por años estuvieron coludidas con quienes atacan a nuestros migrantes. México no se quedará callado ante la represión de nuestros paisanos”. Sus palabras, lejos de ser diplomáticas, fueron firmes. Y eso es lo que se necesita frente a un gobierno como el de Trump, que insiste en construir muros físicos y simbólicos.
El discurso antiinmigrante de Trump, aunque disfrazado de seguridad nacional, es profundamente racista. Se alimenta del miedo al otro, al diferente, al que no nació “en el lugar correcto”. En su visión, el migrante latino es una amenaza, no un ser humano. Pero la realidad desmiente ese discurso: los migrantes son quienes limpian oficinas, cosechan alimentos, cuidan ancianos, construyen edificios y generan riqueza en un país que no siempre los reconoce.
Decir que “migrar es un delito” es no entender las causas profundas del desplazamiento. Nadie abandona su hogar por gusto. Las razones son múltiples: pobreza, violencia, crisis climática, persecución política. Lo que para unos es un acto de supervivencia, para otros se convierte en motivo de castigo. Esa es la gran contradicción moral del discurso antiinmigrante: criminaliza al vulnerable en lugar de cuestionar las estructuras que lo obligan a migrar.
Lo que ocurrió ayer en Estados Unidos no debe ser normalizado. No es “parte de la política migratoria”, no es “un tema interno”. Es una violación a los derechos humanos y una afrenta a los valores de libertad y justicia que dicen defender. Por eso es importante que desde México y desde América Latina sigamos levantando la voz. Porque nuestros migrantes no son cifras ni enemigos. Son madres, padres, estudiantes, soñadores. Son parte de nuestras comunidades, aquí y allá.
Hoy, más que nunca, se vuelve urgente recordar que la migración no es el problema. El verdadero problema es la indiferencia, la hipocresía y el uso político del dolor humano. En vez de redadas, hace falta cooperación. En vez de miedo, se necesita dignidad. Y mientras haya un migrante perseguido, no habrá justicia completa ni aquí ni en ninguna parte del mundo.

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