El viejón

Opinión de Pablo Ocampo

Él es campesino, ella, empleada doméstica que, además, se encarga de los quehaceres de su casa y de cuidar a sus nietos mientras su hija, que es cajera en un supermercado, se encuentra en su trabajo.

Son las 5:50 de la mañana, la hora en la que Diego o “el viejón”, como le dicen los amigos que le quedan, acostumbra a levantarse para ir al campo. Tiene 75 años y desde hace más de 60, se dedica a la pisca del café, maíz y caña. Desde esos primeros momentos rodeado de tierra y semillas, aprendió que la mejor hora para comenzar a trabajar en el campo del sur de México es antes de que salga el sol ya que, por ahí del mediodía, el termómetro marca por arriba de los 35°.

Toña, que acaba de cumplir 71 años, se alegra las mañanas con los nietos que viven en su mismo hogar, que tienen 12 y 13 años, quienes cuando no están en clases, hacen el chapeo de los terrenos de los vecinos para juntar un poco de dinero extra para la familia. En la inmensidad de la sierra madre oriental, la que está más próxima a ciudades grandes del estado de Veracruz, se aprende a trabajar desde que eres capaz de cargar machete y un costal, bajo el sol que agobia en la espesura de las tierras de cosecha.

El autobús en el que se encuentran con rumbo a la capital hace una parada en San Martín, donde algunos aprovechan para comprar tortas, dulces y algo que beber. Al par de adultos mayores los acompaña un grupo de entusiastas de diversas edades, que a cada tanto les ofrecen algo de comer y preguntan si se encuentran bien.

—Estamos bien muchacho, gracias, dice Toñita, con una voz más bien amodorrada.

Al viaje le queda todavía un par de horas hasta que su transporte se una a la vorágine de automóviles que conforman el infernal tráfico de la Ciudad de México, para finalmente llegar a las calles aledañas al zócalo. A don Diego se le espantó el sueño entre las curvas y enfrenones que dio el chofer; la mente se le llenó de memoria y no deja de darle vueltas al recuerdo del 2018, a finales; él y su mujer ven en la televisión del vecino que el candidato por el que votaron toma posesión como presidente, ellos ya lo conocían en persona, porque fue el único de los contendientes en llegar hasta su municipio y acercarse para saludar de mano a la gente; no pudieron tomarse una foto con él, porque en ese entonces ni siquiera les alcanzaba para uno de esos aparatos con los que hoy en día cual más va distraído por la calle, pero les queda el recuerdo del abrazo que aquel señor le regresó a Toña cuando ella se animó a despedirlo con tal gesto.

El viejo campesino todavía se emociona, no lo demuestra, pero desde adentro, a la altura de la panza siente algo que solo alcanza a definir para sí como “el nervio”; su mujer era todo risas con la esposa del vecino, que es su amiga de toda la vida, pues se conocen desde la infancia y han vivido, una más que otra, las vicisitudes de la pobreza a la que fueron sometidas ellas y sus antepasados.

Son las 8:30 de la mañana y el chofer maniobra para estacionar el autobús. Durante el tiempo que permaneció despierto don Diego, observó que más autos viajaban a su lado en la carretera, muchos más y al bajar las escaleras, con las piernas entumidas, logra ver el mar de gente que les rodea. Niños como sus nietos, jóvenes como su hija quien no pudo acompañarlos y gente mayor como ellos; gente pobre, que se les parecía, trabajadora, humilde, honrada, todos se reúnen para la marcha que convocó el presidente con motivo de su informe, el del cuarto año. Él y su esposa se quedan cerca del transporte, les da de desayunar un grupo de personas que se reunió para llevar alimento a los viajeros, el viejo camina unos pasos y voltea a ver hacia todas partes y tratar de distinguir los rostros de la gente; morenos, claros, arrugados o casi nuevos; todos van con júbilo, contrario a los noticieros que decían que la gente andaba molesta.

Él no lo sabe, pero formará parte de las cifras exorbitantes de participantes al evento. Cerca del mediodía, un grupo de personas los lleva hasta la plancha del zócalo, donde dispusieron de miles de sillas plegables para, quienes, como ellos, viajan desde lejos y están cansados, pero dispuestos a demostrar el apoyo y cariño que sienten hacia el primer mandatario. Caminaron contentos, bien erguidos no solo por la dicha que sienten, sino porque el tiempo les ha respetado la figura y todavía no les encorva la espalda. Durante el trayecto pasa una mujer que es empujada en su silla de ruedas y grita para que todos la vean:

—¡Mírenme!, dicen que el presidente me durmió porque habla lento y vengo de acarreada porque me está dando dinero, ¡vean como me acarrean!; fue su frase final y con ella soltó una carcajada que secundaron muchos de los presentes, quienes de inmediato captaron el sarcasmo en su voz.

–Yo tengo mis patas rajadas, pero con estas fui a votar por nuestro presi y ahora voy pal zócalo, gritó alguien más, mientras las risas se incrementaron y de alguna manera, lo dicho por esas personas fortaleció la unión que existía en el contingente.

Sentado junto a su Toña casi al frente y cuando se aproximaba el fin del 4º informe, el viejo, que en sus ratos libres leía el periódico, con el esfuerzo que enfrenta quien deja la primaria trunca, contemplaba fijamente sus manos, gruesas de callos, ennegrecidas por las miles de horas de labores en el campo, que le brindaron alimento a su familia hasta que comenzó a recibir su pensión, se observó el cuero cobrizo y sintió sus pies toscos, cansados por el viaje, por el trabajo y por la vida y a pesar de que en ocasiones se sentía en las últimas, como él mismo decía, en aquel instante parecía recobrar la vitalidad de su juventud perdida.

El informe concluyó, la fiesta de los cientos de miles dio pie a las multitudes dirigiéndose a sus transportes, ya fuera metro, micro o autobús. En el viaje de regreso, con el poco entendimiento de rencillas políticas, pero mucho acerca de experiencia de vida, pensó en toda la gente que hacía dos semanas, habían marchado. En la televisión se les observaba rodeados de gente como su hija, que eran quienes sostenían pancartas, cuidaban a los perros o jalaban carriolas mientras a los primeros se les escuchaba proferir insultos hacia la figura del hombre que ahora gritaba “primero los pobres” y Diego, que había meditado sobre esto, en sus tardes de ocio, alcanzó a pensar:

—Me dicen acarreado, se burlan de mis patas rajadas, pero yo las amo; les ofende mi color, pero es el mismo que el de mi mujer, de mis hijos y mis nietos, además de que es producto de la pisca; se burlan de mí, de mis 75 años y de mi experiencia y como no pueden desaparecernos a todos, prefieren ignorarnos; les agravio solo por haber nacido pobre y moreno, pero no se dan cuenta que somos muchos más, millones, no sé bien cuántos, pero más que ellos, eso sí. ¿Por qué nos odian? Ahora entiendo que por eso mismo también odian a mi presi, porque se parece a nosotros, porque habla como nosotros y porque se fijó en nosotros, cuando ellos nos dieron una patada en el culo. ¿Cómo no lo voy a apoyar si me dio mi lugar?, pensó para sí, mientras tomaba la mano de su esposa que se encontraba dormida.

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