Por Ricardo Sevilla
Tras 21 días de fuego cruzado, los gobiernos de Bangkok y Nom Pen han firmado un “alto el fuego inmediato”. Sin embargo, el paisaje es desolador: una cicatriz de 800 kilómetros donde la modernidad de los drones suicidas se mezcló con el odio ancestral por piedras milenarias.
La anatomía del desastre
Lo que comenzó como una escaramuza por un error de coordenadas en los mapas de la era colonial francesa, escaló rápidamente a una auténtica guerra.
El despliegue de aviones de combate y tanques convirtió las zonas turísticas de los templos de Preah Vihear y Ta Moan en verdaderos campos de aniquilación.
De acuerdo con fuentes hospitalarias, la cifra de 40 muertos es conservadora; se teme que cientos de cuerpos de combatientes y civiles aún yazcan en la densa jungla minada.
Aquí es importante decir, que la tregua anterior, promovida, de dientes para afuera, por Donald Trump como un trofeo de su política exterior “transaccional”, se desmoronó en menos de un mes.
Analistas en geopolítica denuncian que la presión interna en ambos países —necesitados de un enemigo externo para cohesionar a sus poblaciones— fue más fuerte que los acuerdos firmados en Florida.
El retorno de la artillería pesada no solo rompió el alto al fuego, sino que dejó en evidencia la fragilidad de la diplomacia basada en personalismos.
Lo cierto es que las cifras son escalofriantes: más de un millón de personas han huido de sus hogares. Las carreteras hacia el interior de Camboya y el noreste de Tailandia están colapsadas. Los campamentos improvisados carecen de agua potable y suministros médicos, presagiando una crisis sanitaria que podría ser más letal que la propia artillería.
El uso de drones ha democratizado el terror; el 85% de las infraestructuras civilesdañadas fueron blanco de ataques remotos, eliminando la “distancia ética” del combatiente.
