El crecimiento acelerado de la inteligencia artificial y las supercomputadoras ha abierto una conversación urgente: ¿de dónde sacaremos la energía necesaria para que estos sistemas sigan funcionando sin dañar aún más al planeta? Cada año, la tecnología se vuelve más poderosa, pero también más demandante. Y en ese escenario, la energía de fisión nuclear ha vuelto a aparecer como una posible respuesta. No es una idea sencilla ni cómoda, pero sí una que vale la pena analizar con calma.
Por un lado, la energía nuclear tiene una ventaja clara: prácticamente no emite dióxido de carbono mientras está en operación. Esto significa que un centro de supercómputo podría trabajar día y noche sin contribuir al calentamiento global, algo muy difícil de lograr con combustibles fósiles. También ocupa menos espacio que enormes campos solares o eólicos, lo que reduce el impacto en el territorio. Para quienes buscan una fuente constante, estable y limpia, la nuclear parece una candidata fuerte.
Pero la otra cara también importa. La generación de residuos radiactivos sigue siendo uno de los mayores desafíos. Aunque la cantidad no es tan grande como a veces se imagina, sí requiere un cuidado extremo y lugares de almacenamiento seguros durante muchos años. Es un compromiso a largo plazo que pesa en cualquier evaluación ambiental. Además, aunque los accidentes nucleares son poco frecuentes, su efecto puede ser devastador, como lo dejaron claro Chernóbil y Fukushima. Es imposible hablar del tema sin recordar esas imágenes.
Otro punto es el uso de agua. Las plantas nucleares tradicionales necesitan grandes volúmenes para enfriarse, lo que puede afectar a ríos, mares y comunidades cercanas. Esta preocupación ha impulsado el desarrollo de los llamados microreactores modulares, más pequeños y eficientes, que requieren menos agua y prometen mayor seguridad.
Al final, la energía nuclear no es una heroína ni una villana. Es una herramienta poderosa que puede ayudar a sostener la revolución digital sin empeorar la crisis climática, pero solo si se usa con responsabilidad. La discusión real no es si debemos aceptarla o rechazarla por completo, sino cómo integrarla de manera segura, transparente y sostenible. En un mundo donde la IA y el supercómputo seguirán creciendo, la pregunta ya no es técnica: es humana, ética y colectiva. ¿Qué tipo de futuro queremos construir y qué riesgos estamos dispuestos a asumir para llegar ahí?
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