Etiqueta: Aldo San Pedro

  • Cuando el primer empleo también se automatiza: la trampa laboral de la inteligencia artificial

    Cuando el primer empleo también se automatiza: la trampa laboral de la inteligencia artificial

    El futuro ya no se anuncia con despidos masivos ni con huelgas a las puertas de las fábricas. Se presenta de manera silenciosa, en los rincones menos visibles del mercado laboral, justo donde las y los jóvenes deberían dar su primer paso. La inteligencia artificial generativa, con su capacidad de redactar, programar, atender clientes y producir reportes en segundos, está ocupando el espacio que tradicionalmente pertenecía al primer empleo. Y lo hace sin ruido, sin resistencia, sin estadísticas que lo documenten. El problema ya no es imaginar qué trabajos se perderán en veinte años, sino reconocer que el reemplazo comenzó hace tiempo y ocurre en la etapa más frágil: la entrada al mundo laboral.

    El estudio de Stanford publicado en agosto de 2025 marca un parteaguas. Basado en millones de registros de nómina procesados con rigor metodológico, confirma que entre 2016 y 2023 hubo una caída del 13% en la contratación de personas de 22 a 25 años en sectores expuestos a la IA generativa. No se trata de ciencia ficción ni de modelos teóricos: es un dato duro que desnuda la paradoja de nuestra era. Mientras las cifras agregadas de empleo en Estados Unidos siguen creciendo, hay un agujero invisible en el inicio de las trayectorias. Ese vacío es estructural, porque lo que no se contrata no se despide, y lo que no se mide no se atiende.

    Este fenómeno obliga a replantear los supuestos tradicionales de la política laboral. Durante décadas se repitió que las y los jóvenes no encontraban empleo porque les faltaba experiencia. Los gobiernos diseñaron programas de prácticas, becas y esquemas de vinculación productiva bajo esa premisa. Hoy sabemos que no es falta de experiencia, es exceso de automatización. Las tareas de entrada —programación básica, soporte administrativo, creación de contenido inicial, atención al cliente digital— ya no requieren a un recién egresado: las hace un algoritmo más rápido, más barato y sin prestaciones. En ese sentido, el problema no es el talento juvenil, sino la lógica de mercado que lo vuelve prescindible.

    En México, el rezago institucional agrava la situación. Las encuestas oficiales, como la ENOE, no clasifican ocupaciones por grado de exposición tecnológica. La política laboral actúa con indicadores ciegos, incapaces de detectar exclusiones focalizadas. Los programas de apoyo al primer empleo, construidos con paradigmas del siglo pasado, siguen pensando que el desafío es la “transición escuela-trabajo”. Pero el obstáculo real es que ese tránsito ya no existe en ciertas áreas: la puerta de entrada fue cerrada por sistemas que sustituyen la rampa de aprendizaje con simulaciones automáticas. Si no se reconoce a tiempo, lo que está en riesgo no es una generación de egresados, sino la continuidad del pacto social que vinculaba educación con movilidad.

    El sistema educativo se encuentra atrapado en esta contradicción. Miles de mexicanas y mexicanos que estudiaron con esfuerzo descubren que lo aprendido en las aulas ya fue imitado por máquinas. La universidad, diseñada como garante de empleabilidad, produce títulos que pierden valor en el mercado digital. Se enseña lo que la IA ya sabe hacer, mientras las habilidades no automatizables —pensamiento crítico, negociación, liderazgo en contextos ambiguos— siguen relegadas a programas de élite. Así, en lugar de corregir desigualdades, la educación corre el riesgo de reproducirlas: quienes egresan de instituciones con planes tradicionales cargan con competencias codificables, mientras una minoría privilegiada accede a saberes que aún no puede replicar un algoritmo.

    La injusticia generacional se instala como un hecho consumado. Las y los jóvenes no cuentan con sindicatos que defiendan su derecho al primer empleo, ni con marcos normativos que reconozcan el fenómeno como una forma de exclusión estructural. La IA generativa produce un reemplazo sin conflicto, sin huelgas, sin titulares en la prensa. Simplemente, las vacantes no se abren. El canario en la mina ya no canta, pero tampoco se percibe su silencio. Y si las instituciones no reaccionan, lo que se perderá no es un salario inicial, sino la posibilidad de construir ciudadanía plena a partir de la autonomía económica.

    No se trata de demonizar la tecnología. La inteligencia artificial puede ser aliada en múltiples campos: investigación, innovación, eficiencia administrativa. El dilema está en cómo regular y acompañar su impacto para que no erosione la cohesión social. Las empresas que sustituyen personal joven por sistemas automatizados hoy no enfrentan obligaciones de reporte ni contribuyen a fondos de compensación. El costo social de la automatización temprana lo absorben las familias y el Estado, mientras los beneficios de productividad se concentran en los balances privados. Esta asimetría exige un rediseño de políticas fiscales, industriales y educativas que revaloricen la función estratégica del primer empleo.

    El riesgo de no actuar es repetir errores históricos. La mecanización agrícola dejó comunidades enteras sin alternativas productivas; la robotización automotriz excluyó a miles de obreros sin políticas de reconversión; la digitalización bancaria marginó a quienes no tuvieron acceso a nuevas competencias. En cada caso, la falta de reacción oportuna amplificó desigualdades. Hoy, con la inteligencia artificial, el desafío es aún más profundo: no es el reemplazo de tareas consolidadas, sino la eliminación de trayectorias antes de comenzar. No hablamos de reconversión laboral, sino de una omisión que convierte la meritocracia en promesa rota.

    La inteligencia artificial no está reemplazando el trabajo como lo imaginamos: está impidiendo que comience. El primer empleo —ese peldaño inicial hacia la autonomía, la experiencia y la vida adulta— está siendo absorbido silenciosamente por algoritmos que imitan, con precisión creciente, las tareas para las que los jóvenes se preparan. No es falta de talento, es exceso de automatización. Y mientras las políticas públicas miran hacia otro lado, se instala una exclusión estructural sin protesta visible, sin sindicato que la denuncie y sin estadísticas que la documenten. Proteger el primer empleo ya no es un acto simbólico, es una decisión estratégica para que el futuro no llegue dejando atrás a quienes más lo necesitan.

  • Cuando la Inteligencia Artificial deje de imitar y empiece a entender

    Cuando la Inteligencia Artificial deje de imitar y empiece a entender

    En la historia de la tecnología hay momentos que marcan un antes y un después. Así ocurrió con la llegada del internet, con la expansión de los teléfonos inteligentes o con la irrupción de las redes sociales. Hoy, frente a nuestros ojos, estamos viviendo otra transformación que podría ser aún más decisiva: el paso de una inteligencia artificial que imita a una que entienda. No se trata de un debate de especialistas, sino de la frontera política, económica y social que definirá cómo se organiza el mundo en las próximas décadas.

    La inteligencia artificial que usamos cotidianamente, desde asistentes de voz hasta programas capaces de redactar un texto, pertenece al universo de la IA generativa. Estos sistemas aprenden de enormes cantidades de datos y con ellos predicen lo que “probablemente” sigue en una oración, en una imagen o en una línea de código. Son máquinas estadísticas de imitación. Su fuerza es la versatilidad, pero su límite es claro: no comprenden lo que producen. Lo que para muchas y muchos parece casi mágico —que un modelo escriba un ensayo, genere un retrato o resuelva una ecuación— en realidad es el resultado de patrones memorizados, no de un razonamiento real.

    Frente a este escenario aparece el horizonte de la Inteligencia Artificial General (AGI, por sus siglas en inglés), cuyo objetivo sería replicar la capacidad humana de razonar, aprender de la experiencia y adaptarse a situaciones completamente nuevas. Mientras la IA generativa solo responde dentro de lo que ha visto, la AGI aspiraría a integrarse en tiempo real a contextos inéditos, construyendo significado y tomando decisiones con una flexibilidad cercana a la nuestra. Esa es la verdadera disyuntiva: si seguiremos conviviendo con máquinas que imitan o si presenciaremos el nacimiento de máquinas que entienden.

    El debate no es abstracto. Dos gigantes de la industria, Microsoft y OpenAI, se encuentran en el centro de esta carrera. Al inicio fueron socios estratégicos: una alianza de más de diez mil millones de dólares que permitió a Microsoft incorporar los modelos de OpenAI en productos como Copilot, Office 365 o Bing. Sin embargo, lo que comenzó como un matrimonio tecnológico ejemplar hoy se acerca a un divorcio silencioso. El motivo es la llamada “cláusula AGI”, que permitiría a OpenAI romper el contrato con Microsoft si declara que alcanzó la inteligencia general. Para los de Redmond, esta cláusula es un riesgo existencial: podrían perder acceso a la tecnología justo en el momento en que más la necesitan. Para OpenAI, es su seguro de independencia frente a inversionistas y socios que buscan controlar la joya más codiciada de la era digital.

    La tensión ha llevado a Microsoft a preparar un camino propio. En 2025 presentó dos modelos entrenados en sus propios laboratorios: MAI-1-preview para texto y MAI-Voice-1 para voz. Aunque aún no alcanzan el nivel de sofisticación de GPT-5, marcan una estrategia de independencia. El mensaje es evidente: Microsoft no quiere ser solo cliente, sino competidor directo. El movimiento también refleja algo más profundo: el reconocimiento de que la AGI podría convertirse en el bien más valioso del planeta y que depender de un tercero sería políticamente insostenible.

    En este terreno de disputas empresariales emergen también las advertencias de figuras como Elon Musk, quien ha acusado a OpenAI de abandonar su misión original y de transformarse en una empresa orientada al lucro, demasiado dependiente de Microsoft. Musk llegó a afirmar que, tras el lanzamiento de GPT-5, OpenAI “se comería vivo” a Microsoft. Más allá de la exageración, la frase refleja el ambiente de carrera armamentista que rodea a la inteligencia artificial: no es solo una competencia tecnológica, es una lucha por el poder global.

    Lo cierto es que, más allá de la retórica, ya existen señales que apuntan hacia algo nuevo. Investigadores de Microsoft Research publicaron en 2023 el estudio “Sparks of Artificial General Intelligence”, donde documentaron experimentos con GPT-4 que parecían mostrar “chispas” de razonamiento general: resolver problemas matemáticos complejos, interpretar contextos inéditos, generar código creativo. Eran destellos, no una inteligencia plena, pero suficientes para encender un debate mundial. La llegada de GPT-5 en 2025 aumentó la expectativa, aunque la realidad fue más matizada: mejoras en velocidad y eficiencia, pero todavía lejos de un entendimiento humano.

    Estos destellos deben leerse con cautela. Son avances reales, pero no pruebas definitivas de que la AGI ya exista. Funcionan como los primeros vuelos de los hermanos Wright: demostraciones de posibilidad más que soluciones listas para transformar la vida cotidiana. Sin embargo, su valor estratégico es enorme: movilizan inversión, presionan a gobiernos para preparar regulaciones y generan una narrativa pública que influye en mercados financieros y decisiones políticas. Aquí radica un riesgo adicional: que las empresas usen el término AGI como arma de marketing o como ficha contractual, sin que haya evidencia de un salto real.

    Comprender la diferencia entre IA generativa y AGI es fundamental. La primera es poderosa dentro de los límites de sus datos; la segunda promete trascender esos límites y construir conocimiento propio. La primera responde como un traductor que domina el francés porque memorizó millones de textos; la segunda sería como un viajero que llega a una comunidad y aprende el dialecto local a través de la interacción y la experiencia. Una imita; la otra entiende. Y en esa diferencia se juega el futuro de la humanidad digital.

    Mientras tanto, en la vida diaria ya experimentamos impactos profundos de la IA generativa. Estudiantes que la usan para estudiar, profesionistas que redactan informes con su apoyo, mexicanas y mexicanos que encuentran en Copilot una herramienta que ahorra tiempo en sus trabajos. Todo ello anticipa cómo podrían cambiar nuestras rutinas si se concreta la AGI: diagnósticos médicos más precisos, justicia más accesible, ciencia acelerada. Pero también riesgos mayores: pérdida masiva de empleos, manipulación política a escala inédita, concentración del poder tecnológico en unas cuantas manos.

    El futuro de la inteligencia artificial no dependerá únicamente de cuándo llegue la AGI, sino de cómo decidamos construirla y gobernarla. No será un asunto técnico menor, sino la frontera que definirá el rumbo de nuestra civilización digital. La AGI representa la posibilidad de contar con máquinas que aprendan y razonen como nosotras y nosotros, capaces de transformar la ciencia, la economía y la vida cotidiana; pero también encierra riesgos inéditos si su desarrollo queda en pocas manos o se desalinean sus objetivos de los valores humanos. La conclusión es clara: el futuro no dependerá de la fecha exacta en que crucemos el umbral, sino de si somos capaces de garantizar que esa nueva inteligencia se convierta en un motor de progreso compartido y no en una herramienta de amenaza o desigualdad.

  • Elon Musk y el arte de gobernar en el caos: Un espejo para la política

    Elon Musk y el arte de gobernar en el caos: Un espejo para la política

    El tiempo actual se caracteriza por liderazgos que fascinan y dividen, que despiertan admiración y temor al mismo tiempo. En este escenario global, la figura de Elon Musk aparece como un espejo que refleja tanto la potencia de la genialidad como la fragilidad del exceso. Su trayectoria empresarial, descrita con detalle en la biografía escrita por Walter Isaacson, no solo ofrece un retrato del empresario más polémico de nuestra época, sino también un laboratorio de ideas sobre cómo podría concebirse el liderazgo político en tiempos de incertidumbre. La pregunta es inevitable: ¿qué pasaría si la forma de gobernar el caos que practica Musk en sus empresas se aplicara en la política de un país?

    El estilo Musk nació en la adversidad. Desde su infancia en Sudáfrica, marcada por el bullying escolar y la dureza emocional de su padre, aprendió a resistir el dolor como parte natural de la vida. Esa experiencia, lejos de quebrarlo, se transformó en un entrenamiento de resiliencia: abstraerse de un presente hostil para refugiarse en la imaginación y en la tecnología. Al llegar a la adultez, esa capacidad de convertir la hostilidad en motor se trasladó a sus empresas, donde la presión y la incertidumbre no son accidentes, sino condiciones estructurales del trabajo. Lo que a él lo fortaleció, a muchos de sus colaboradores los desgasta.

    Su sello más visible es la obsesión. SpaceX no es para él solo una compañía aeroespacial, sino la materialización de su misión personal de colonizar Marte. Tesla no se limita a fabricar automóviles eléctricos: simboliza la cruzada contra los combustibles fósiles. Neuralink va más allá de la neurociencia: es el intento de doblar el futuro para adelantarse a la amenaza de la inteligencia artificial. En todos los casos, Musk exige a sus equipos que piensen en lo imposible como la meta mínima. La obsesión se convierte en el combustible que justifica noches enteras en las fábricas, rediseños abruptos y sacrificios personales extremos.

    El caos, en su modelo, no es un accidente, sino un método. En Tesla dormía en el suelo de la planta para presionar a sus ingenieras e ingenieros a resolver en horas lo que otros tardarían meses en planear. En Twitter/X despidió a la mitad de la plantilla en días, mostrando que la incertidumbre es también un mecanismo de disciplina. El management de Musk consiste en imponer plazos arbitrarios, cambiar las reglas de último minuto y mantener a todos en estado de alerta perpetua. Este modo de operar produce innovaciones sorprendentes, pero al costo de erosionar la estabilidad emocional y financiera de quienes participan en el proceso.

    El precio humano de este modelo es incuestionable. Jornadas de más de cien horas semanales, colapsos emocionales, rotación de personal altísima y un burnout convertido en norma. Isaacson documenta cómo Musk suele tratar a sus colaboradores como piezas intercambiables de una maquinaria cósmica, bajo la idea de que la misión —electrificar el transporte, colonizar Marte, anticiparse a la IA— está por encima de las personas. La innovación avanza, sí, pero lo hace sacrificando salud, vida personal y sentido de pertenencia. El dilema ético es evidente: ¿puede considerarse legítimo exigir sacrificios desproporcionados a miles para obtener beneficios civilizatorios para millones?

    A esta dinámica se suma el mito del salvador. Musk se autoproyecta como imprescindible: el único capaz de salvar a la humanidad de su dependencia de los fósiles, de llevarla a otro planeta o de protegerla de inteligencias artificiales hostiles. Su narrativa se alimenta del control absoluto que ejerce en Twitter/X, desde donde convierte cada logro empresarial en una gesta épica. Sin embargo, detrás de esa imagen heroica se esconden improvisaciones, tensiones internas y errores logísticos constantes. El mito no se sostiene en la solidez de la gestión, sino en la potencia del relato. Y aun con todo, este mito le otorga poder político y económico: atrae capital, impone ritmos a sus competidores y motiva a su personal a dar más de lo que puede.

    Lo fascinante del modelo Musk es que funciona en el corto plazo: Tesla redefinió la industria automotriz, SpaceX es socio estratégico de la NASA y Twitter/X, con todos sus problemas, sigue siendo una arena central de comunicación global. Pero lo inquietante es que este éxito depende de una sola persona y de su capacidad de sostener la tormenta permanente. Lo que se presenta como innovación disruptiva puede convertirse en fragilidad estructural: si falla Musk, fallan las empresas que orbitan en torno a él.

    ¿Podría exportarse este modelo a la política? Algunos líderes ya se han mostrado seducidos por la audacia y la disrupción de Musk, imaginando que gobernar con su estilo implicaría romper inercias y acelerar transformaciones. Pero la diferencia es sustancial: en política, la improvisación no se traduce en pérdidas financieras, sino en crisis sociales. La presión extrema no genera innovación colectiva, sino fractura social. La idea de que nadie es indispensable podría sonar a meritocracia, pero aplicada al gobierno corre el riesgo de minar la legitimidad de las instituciones.

    Sin embargo, no todo es advertencia. La política sí podría inspirarse en ciertos rasgos del modelo Musk: la capacidad de comunicar horizontes ambiciosos, la audacia para plantear metas imposibles, la convicción de que el futuro puede diseñarse en lugar de esperarse. En el caso de México, por ejemplo, una parte de la Cuarta Transformación ha buscado proyectar esa visión de largo plazo en temas de justicia social, energía y soberanía tecnológica. La clave está en traducir la audacia en políticas públicas sostenibles, no en reproducir la tormenta como norma.

    El desafío es que la política requiere consensos, instituciones sólidas y liderazgos empáticos, no improvisaciones permanentes ni sacrificios humanos desproporcionados. En un país donde las mexicanas y los mexicanos demandan justicia, bienestar y certidumbre, lo que menos se necesitaría sería un liderazgo que dependiera del caos como combustible. Tomar lo mejor de la visión Musk sin importar sus costos humanos sería el verdadero aprendizaje: la capacidad de pensar en grande sin perder de vista lo que sostiene a las sociedades en el día a día.

    En suma, el “modelo Musk” revela tanto la potencia de un liderazgo capaz de movilizar recursos, talento y narrativas en torno a metas imposibles, como sus profundas grietas humanas e institucionales. Convertir el caos en método, la obsesión en motor y el sacrificio extremo en norma ha permitido conquistas tecnológicas que marcarán la historia, pero también ha expuesto un dilema insoslayable: lo que fortalece la innovación puede debilitar a las personas y a las estructuras que la sostienen. Para la política y la sociedad, la lección es clara: inspirarse en la audacia y la visión, pero sin replicar la fragilidad de un liderazgo que depende de la tormenta permanente y de un solo individuo.

  • 14 millones salieron de la pobreza, pero la batalla no ha terminado

    14 millones salieron de la pobreza, pero la batalla no ha terminado

    En agosto de 2025 se difundió un dato que podría marcar un antes y un después en la conversación pública de México: con base en la medición 2024 elaborada y publicada por el INEGI, casi 14 millones de personas dejaron de vivir en pobreza multidimensional respecto a 2016. El número, que podría parecer frío, es en realidad la historia de millones de mexicanas y mexicanos que hoy cuentan con un techo más digno, acceso a educación, servicios de salud o seguridad social. También es la señal de que, cuando el ingreso mejora y los programas sociales llegan a quienes más lo necesitan, las carencias retroceden. Sin embargo, este logro no está exento de contrastes, porque aún cuatro de cada diez personas siguen atrapadas en privaciones graves. El país avanza, sí, pero lo hace a dos velocidades.

    El dato que cambia la historia es claro: la proporción de población en situación de pobreza pasó de 43.2 % en 2016 a 29.6 % en 2024. En términos absolutos, se traduce en una reducción de 13.7 millones de personas, lo que acerca a México a un punto inédito en la última década. No se trata únicamente de más dinero en los bolsillos; significa que más familias cuentan con acceso a derechos básicos y con un entorno material más estable. Desde la óptica de la Ingeniería Política, convendría leer este fenómeno como el resultado de un sistema en el que distintos engranes —ingresos laborales, transferencias públicas y acceso a servicios— se alinearon para producir un cambio tangible en las condiciones de vida.

    Pero el país avanza a dos velocidades. Mientras en estados del norte como Nuevo León, Baja California y Baja California Sur la pobreza afecta a menos de una de cada diez personas, en Chiapas, Guerrero y Oaxaca más de la mitad de la población sigue en esa condición. En Chiapas, de hecho, más de una cuarta parte vive en pobreza extrema. La geografía del bienestar muestra un país fragmentado: un norte urbano e industrial que concentra empleos formales y servicios, y un sur rural que enfrenta barreras estructurales de infraestructura, conectividad y acceso a la seguridad social. Si no se cierra esta brecha territorial, cualquier avance nacional corre el riesgo de ser percibido como una estadística que beneficia solo a unos cuantos.

    ¿Qué carencias siguen doliendo? La mayor deuda está en la seguridad social: 48.2 % de la población, alrededor de 62 millones de personas, no cuenta con ella. En salud, la cobertura tampoco es universal: 34.2 % —unos 44.5 millones— carece de acceso. En vivienda se observan mejoras, pero aún 7.9 % de mexicanas y mexicanos vive con problemas graves de calidad o espacio, y 14.1 % no dispone de servicios básicos como agua potable o drenaje. La alimentación es otro frente abierto: 14.4 % de la población, es decir, cerca de 18.8 millones de personas, enfrenta carencia alimentaria. En educación, más de 6 millones siguen en rezago, un recordatorio de que el círculo de la desigualdad no se rompe sin inversión sostenida en el conocimiento.

    Los apoyos sociales sí hacen la diferencia. Sin las transferencias —pensiones, becas, programas alimentarios—, la pobreza extrema habría sido de 6.9 %, pero gracias a ellas se ubicó en 5.3 %. Esa diferencia equivale a casi dos millones de personas que evitaron caer en la franja más crítica. En términos sencillos, esto significó que miles de hogares pudieran costear alimentos, medicinas o servicios básicos que de otra forma hubieran estado fuera de su alcance. El mensaje es claro: los programas sociales no son dádivas; son instrumentos de política pública que, bien aplicados, salvan vidas y transforman trayectorias.

    Sin embargo, depender exclusivamente de transferencias no sería suficiente. Para consolidar y ampliar los avances habría que apostar por empleo formal con prestaciones, por un sistema de salud robusto, por educación pública de calidad y por infraestructura básica en comunidades donde hoy sigue faltando agua potable, drenaje o conectividad. Las transferencias deben verse como un piso de apoyo, pero no como un sustituto de los derechos universales. Si no se garantiza seguridad social y servicios básicos, las cifras podrían revertirse en cualquier crisis económica.

    Vale también explicar qué entendemos por pobreza multidimensional. No es solo la falta de ingresos. Es la combinación de un ingreso insuficiente para adquirir la canasta básica alimentaria y no alimentaria, más al menos una de seis carencias sociales: rezago educativo, acceso a servicios de salud, acceso a seguridad social, calidad y espacios de la vivienda, servicios básicos en la vivienda y acceso a alimentación nutritiva y de calidad. En otras palabras, una persona deja de ser considerada pobre multidimensional no solo cuando gana más, sino cuando, además, logra acceder a derechos que le permiten vivir con dignidad.

    La pregunta clave para mexicanas y mexicanos sería: ¿qué significa todo esto en su vida diaria? Si hay más comida en la mesa, si hijas e hijos pueden seguir estudiando, si existe un empleo estable o si se puede atender una enfermedad sin endeudarse, entonces el progreso se siente en carne propia. Pero si sigue faltando agua potable, si no hay acceso a seguridad social o si persiste el hambre, las cifras nacionales pueden parecer lejanas. Por eso la política pública tendría que ser quirúrgica: identificar territorios, cerrar brechas y dirigir con precisión los recursos a quienes más lo necesitan.

    La reducción de la pobreza multidimensional en México a su nivel más bajo en una década demuestra que los avances son posibles cuando el ingreso mejora, los programas sociales llegan a quienes más lo necesitan y se fortalecen derechos básicos; sin embargo, también revela que el país sigue partido en dos: uno que avanza con mayor bienestar y otro que permanece atrapado en carencias profundas. La verdadera prueba hacia el futuro no será solo mantener esta tendencia, sino convertirla en política de Estado que cierre las brechas territoriales, garantice seguridad social, salud, educación y vivienda para todas y todos, y haga que las cifras se traduzcan en vidas más dignas. Solo así México dejará de correr a dos velocidades y podrá caminar unido hacia un desarrollo justo y sostenible.

  • Radiografía de los hogares mexicanos: avances, brechas y hábitos de gasto

    Radiografía de los hogares mexicanos: avances, brechas y hábitos de gasto

    En México, cada dos años se toma una “foto” muy detallada de cómo vivimos y gastamos el dinero en nuestros hogares. Esa foto la toma el INEGI y se llama Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH). La más reciente se levantó entre agosto y noviembre de 2024 y se publicó en julio de 2025. Lo que revela es una mezcla de buenas noticias y tareas pendientes: en promedio ganamos más que hace dos años, la desigualdad se redujo un poco, pero el lugar donde vivimos, nuestro género y el tipo de trabajo al que podemos acceder siguen marcando grandes diferencias.

    Primero, las buenas noticias. Hoy, cada hogar recibe en promedio 77,864 pesos cada tres meses. Es decir, casi 10 mil pesos más que hace dos años. Y la desigualdad —medida con un indicador llamado “coeficiente de Gini” que va de 0 a 1, donde 0 es igualdad total— bajó de 0.402 a 0.391, el nivel más bajo en ocho años. Para entenderlo fácil: si este número fuera la distancia en una carrera, quienes van adelante y quienes van atrás están un poco más cerca.

    Gran parte de esa mejora viene del trabajo: los ingresos laborales subieron 10.5 % en dos años. Pero también pesan las “transferencias”, que son apoyos sin intercambio laboral, como pensiones, becas o programas sociales. Estos crecen 14.3 % y ayudan a que las diferencias no sean tan grandes. De hecho, sin ellos, la desigualdad sería de 0.450.

    Ahora, la parte que preocupa. Si comparamos zonas urbanas y rurales, las ciudades tienen ingresos casi el doble que el campo. Un hogar urbano recibe 85,550 pesos cada tres meses; uno rural, 48,004. La diferencia se ve en todo: en lo que se gana por trabajo, en lo que se obtiene por rentar una propiedad, e incluso en lo que valdría alquilar la casa propia (“estimación de renta”). Y aunque el ingreso rural creció un poco, la brecha sigue como un muro que no hemos derribado.

    El género también influye. En todos los niveles de estudios y edades, las mujeres ganan menos que los hombres. Entre quienes tienen posgrado, ellas reciben 77 mil pesos por trimestre, ellos más de 112 mil. Incluso en la edad de mayor ingreso, de 40 a 49 años, la diferencia es de 15 mil pesos trimestrales. Esto es lo que se llama “brecha salarial de género” y significa que, incluso con la misma preparación, no se paga igual.

    Si vemos en qué se gasta, los hogares destinan la mayor parte a comer y transportarse. De cada 100 pesos que se gastan al mes, 38 se van en alimentos, bebidas y tabaco, y 20 en transporte y comunicaciones. La salud recibe apenas 3.4 pesos de cada 100. Esto puede indicar que muchas familias aplazan consultas y tratamientos, ya sea por costo o porque dependen de servicios públicos saturados.

    Nuestros hogares también están cambiando. En promedio, ahora vivimos 3.35 personas bajo el mismo techo, frente a 3.66 hace ocho años. Hay menos niñas y niños y más personas mayores. Esto significa que estamos envejeciendo como población. Y eso, si no se planifica, puede generar problemas en pensiones, salud y cuidados a futuro.

    Volviendo a la cocina, que es donde se siente el presupuesto, dentro del gasto alimentario en casa, lo más caro son las carnes (3,247 pesos cada tres meses), seguidas por cereales (2,254) y otros alimentos diversos (2,058). Este último rubro ha subido casi 60 % desde 2016. Puede ser que comamos más productos procesados o que estos se encarezcan. Y eso, para la salud, no siempre es buena noticia.

    Cuando dividimos a la población en “deciles” (diez grupos según su ingreso), vemos que el más pobre (primer decil) ha mejorado: sus ingresos subieron 36 % desde 2016. El más rico (décimo decil) perdió un poco. Esto suena bien para la igualdad, pero en la práctica, quienes menos tienen aún viven con apenas 187 pesos diarios por hogar, cantidad que en muchas partes del país no alcanza para todo lo básico.

    La propuesta es clara: usar esta encuesta como brújula de las políticas públicas. Que el presupuesto y los programas se diseñen y midan con base en estos datos, y que se ajusten rápido si no dan resultados. Así, en lugar de administrar carencias, podríamos planificar bienestar.

    Porque la ENIGH no es solo un archivo lleno de números: es un espejo de nuestra vida diaria. Nos dice si podemos pagar la renta, si comemos bien, si viajamos en transporte público o en auto, si nuestros hijos estudian, si posponemos ir al médico. Hoy, el reflejo muestra más ingresos y un poco menos de desigualdad, pero también que las raíces de las brechas siguen firmes: dónde nacimos, si somos mujeres u hombres, en qué región vivimos y qué empleo podemos conseguir. Cambiar eso es el verdadero reto.

  • Una elección para aprender, no para renunciar: claves objetivas del proceso judicial 2025

    Una elección para aprender, no para renunciar: claves objetivas del proceso judicial 2025

    En un país donde la crítica suele imponerse al análisis sereno, la elección judicial de 2025 corre el riesgo de ser recordada más por sus polémicas que por su valor institucional. El informe “Elección Judicial 2025”, elaborado por José Ramón Cossío Díaz —ministro en retiro de la Suprema Corte e integrante de El Colegio Nacional— y Jorge Alberto Medellín Pino, maestro en Ciencia Política y Derecho Constitucional, ha planteado un juicio categórico: que existió un fraude electoral estructural sustentado en patrones homogéneos de votación. Su impacto mediático ha sido notable. Pero al revisar a fondo sus premisas técnicas y sus inferencias metodológicas, se evidencia que el documento, aunque legítimo en intención, adolece de reduccionismos analíticos, juicios anticipados y un uso cuestionable de herramientas estadísticas.

    No es menor que el centro del argumento repose en una gráfica. Una imagen donde los nueve candidatos ganadores a la Suprema Corte de Justicia de la Nación muestran un patrón casi idéntico de votos en múltiples distritos. Para muchas personas, esa coincidencia visual implica de inmediato una imposición. Pero quienes hemos trabajado con datos sabemos que los gráficos no son juicios: son herramientas. Y fuera del laboratorio, el comportamiento electoral está cruzado por fenómenos sociales que la estadística por sí sola no puede explicar. La homogeneidad no es necesariamente manipulación; puede ser también efecto de afinidades comunitarias, influencia de líderes sociales, voto espejo entre regiones vecinas o tradiciones políticas arraigadas. El fraude no se presume: se prueba. Y la prueba debe ser más que una línea recta.

    Tampoco puede juzgarse este proceso sin entender su novedad. Por primera vez en la historia del país, mexicanas y mexicanos elegimos directamente a juezas, jueces, magistradas y ministros. Un salto institucional que rompió con siglos de designaciones cerradas. Pero todo modelo nuevo implica incertidumbre. La participación fue baja —13.02 % en la elección a la Corte— pero más alta que en ejercicios como la Consulta Popular de 2021. No fue una fiesta ciudadana, pero tampoco un simulacro. Fue una elección con reglas restrictivas, sin propaganda, sin partidos, sin debates, sin candidatos en espectaculares. Exigirle la emoción de una contienda presidencial habría sido una trampa analítica.

    Uno de los elementos más polémicos del informe es la denuncia del uso masivo de “acordeones”: listas impresas con los números de las candidaturas ganadoras, presuntamente repartidas en miles de casillas. Es legítimo preguntar si esas listas vulneraron la libertad del voto. Pero también es importante señalar que su sola existencia no constituye un delito. El Tribunal Electoral ha determinado que recomendar el voto no equivale a coaccionarlo, a menos que haya presión, pago o amenaza. Además, el propio informe reconoce que no se cuenta con pruebas directas —videos, testimonios acreditados, procedimientos sancionadores— que permitan acreditar una operación sistemática. El dato existe. La interpretación es discutible.

    En ese contexto normativo restrictivo, donde se prohibieron actos de campaña tradicionales, las redes informales —familias extendidas, comunidades jurídicas, estructuras gremiales o referentes institucionales— adquirieron una relevancia determinante. Muchas de las personas electas no ganaron por ser populares en redes sociales, sino por el prestigio acumulado en sus trayectorias y el reconocimiento en entornos profesionales específicos. En una elección donde la visibilidad estaba limitada por diseño, la legitimidad no siempre se mide en seguidores, sino en vínculos sociales sólidos que operan fuera del radar mediático.

    Un argumento insistente del informe es que el costo por voto fue sospechosamente bajo. Se estima que algunos perfiles obtuvieron más de 600 mil votos con apenas 1.4 millones de pesos autorizados. Pero esta comparación, tomada frente al gasto en elecciones partidistas tradicionales, ignora las condiciones regulatorias que definieron esta elección: sin propaganda masiva, sin estructuras partidistas, sin acceso a medios. Es natural que el costo por voto sea más bajo. Y asumir que “barato” es sinónimo de “fraude” revela más una sospecha ideológica que un análisis financiero riguroso. La austeridad, en democracia, no debe ser penalizada.

    Lo que el proceso sí dejó claro es que el modelo requiere ajustes. No puede repetirse una elección donde más del 60 % de la ciudadanía no pudo identificar a una sola candidatura. Es urgente rediseñar los canales de comunicación electoral para permitir, sin romper la imparcialidad judicial, un mínimo de información útil: perfiles públicos obligatorios, boletas más comprensibles, guías pedagógicas, debates moderados. Además, debe fortalecerse la fiscalización ciudadana sin criminalizar a quien participa desde lo comunitario. La vigilancia cívica debe construirse con evidencia, no con prejuicio.

    Otra reforma indispensable es la educación judicial de la ciudadanía. No podemos pedir que la gente valore su voto si no entiende el rol de un juez o una jueza. Incluir contenidos sobre el Poder Judicial en los libros de texto, desarrollar campañas de cultura jurídica y establecer plataformas permanentes de información ciudadana ayudaría a que, en futuras elecciones, la participación no sea un acto mecánico, sino una decisión consciente.

    A quienes hoy exigen la anulación del proceso, sería pertinente recordarles que la democracia no es un estado ideal, sino una construcción en marcha. Las elecciones judiciales de 2025 no fueron perfectas. Pero tampoco fueron una catástrofe. Fueron un primer intento por democratizar el Poder Judicial. Y eso, en un país con larga historia de puertas cerradas, no puede desestimarse a la ligera. Cancelar este modelo sería condenar al sistema a su vieja opacidad.

    El futuro del modelo judicial-electoral no está en manos del escándalo, sino del compromiso. México no necesita renunciar a este ejercicio, sino convertirlo en una tradición cada vez más robusta, más plural y más comprensible para su gente. Y ese camino —como toda democracia que madura— se construye con crítica informada, con reformas audaces y con confianza en que un error no invalida un principio. La elección judicial de 2025 no debe anularse: debe entenderse, corregirse y trascenderse.

  • Gaza: radiografía de una descomposición prolongada, no de una catástrofe repentina

    Gaza: radiografía de una descomposición prolongada, no de una catástrofe repentina

    Cuando se observa Gaza desde la comodidad de una pantalla, lo que parece un estallido reciente —un conflicto más en la lista de tragedias internacionales— en realidad es el punto culminante de una descomposición sostenida. No se trata de una catástrofe repentina, sino del colapso de un cuerpo colectivo sometido por décadas a asfixia social, cerco militar, hambruna estructural y abandono multilateral. El ataque del 7 de octubre de 2023 no fue la causa originaria, sino el último desencadenante de un modelo acumulativo de violencia, de esos que, si no se analizan con suficiente claridad, terminan justificando el daño como si fuera inevitable.

    La Franja de Gaza, equivalente en tamaño a poco más del doble de Iztapalapa, concentraba más de 2.2 millones de personas antes de la actual ofensiva. A pesar de su densidad poblacional, desde hace más de quince años permanece bajo un bloqueo que ha limitado el acceso a insumos básicos, alimentos, medicamentos y libertad de tránsito. La ocupación militar, el cerco económico y el aislamiento político forman parte de un sistema que ha deteriorado gradualmente las condiciones de vida de las y los gazatíes. Esta descomposición no surgió con las bombas: se sembró con el hambre, se nutrió con el silencio y floreció con la impunidad.

    El estudio satelital “Active InSAR Monitoring”, elaborado por el Netherlands Institute for Space Research y otras instituciones científicas, documenta con rigor lo que los medios no logran dimensionar. Más del 67% de las edificaciones de Gaza han sido dañadas o destruidas desde octubre de 2023. Son casi 200 mil estructuras —hospitales, escuelas, viviendas, redes sanitarias— pulverizadas en un lapso de siete meses. En ciudades como Mariúpol o Alepo, los niveles de devastación urbana fueron inferiores, incluso bajo ofensivas de años. Gaza, por contraste, ha registrado el mayor nivel de destrucción urbano conocido en un periodo tan corto desde que existe monitoreo satelital moderno.

    Mientras los edificios caen, los cuerpos también ceden. El hambre se ha convertido en un arma más efectiva que los misiles. Según la ONU y el informe IPC, el 100% de la población enfrenta inseguridad alimentaria aguda, con más de medio millón de personas en riesgo de hambruna catastrófica. Esto no sucede por falta de alimentos en el mundo, sino porque se ha restringido deliberadamente su entrada. En palabras de la OMS, lo que ocurre en Gaza es una “hambruna fabricada por el ser humano”. Las imágenes de niños y niñas con piel pegada a los huesos, y de hospitales sin capacidad para tratarlos, no son un efecto colateral: son la política exterior convertida en castigo corporal.

    Más aún, los impactos del hambre no se limitan al presente. El artículo publicado por The Washington Post expone con crudeza lo que significa para un cuerpo infantil atravesar la inanición: pérdida de conexiones neuronales, retrasos cognitivos, inmunosupresión y daño irreversible al desarrollo físico. Incluso si la guerra terminara hoy, miles de infancias ya han sido amputadas de su futuro. El informe de la European Training Foundation advierte que al menos dos generaciones quedarán marcadas por esta experiencia, sin posibilidad de reconstruir el capital humano que sostiene a cualquier sociedad.

    En paralelo, se libra una guerra silenciosa en las redes sociales. El análisis de más de 2.3 millones de publicaciones en Telegram, Reddit y Twitter revela cómo el conflicto se traduce, digitalmente, en narrativas polarizantes, manipulación emocional y saturación de contenido que oscurece los hechos. La guerra ya no solo destruye edificios y vidas: también fractura la posibilidad de entender. La desinformación y la sobreexposición emocional hacen que, con cada imagen que vemos, sintamos menos. Gaza no solo sangra: también es reinterpretada a conveniencia por quien controla el algoritmo.

    Frente a este panorama, un giro inesperado proviene de Europa. Francia, Alemania y Reino Unido, históricamente alineados con Israel, han roto filas para exigir un alto al fuego y el acceso humanitario inmediato. Macron incluso ha declarado que Francia está lista para reconocer el Estado palestino, mientras el Parlamento británico ha presionado en la misma línea. Este quiebre diplomático representa más que una postura: evidencia la fractura moral de quienes, hasta hace poco, defendían la proporcionalidad del conflicto sin mirar el saldo en vidas civiles. A veces, el silencio cómplice termina cediendo ante la realidad incontestable de los cuerpos hambrientos.

    Si quisiéramos proponer una salida real, no bastaría con enviar ayuda humanitaria: habría que repensar las estructuras que permiten que una población entera viva atrapada en 365 kilómetros cuadrados sin posibilidad de huir, resistir ni sanar. Restaurar el capital humano de Gaza implicaría una inversión internacional sin precedentes, el levantamiento del bloqueo, justicia transicional para las víctimas y una política sostenida de reconstrucción social, educativa, emocional y económica. Porque no se trata solo de quién tiene razón, sino de quién interrumpe el daño.

    Cuando el sufrimiento alcanza tal densidad que borra las diferencias entre escombros y cuerpos, entre hambre y castigo, entre infancia y silencio, ya no basta con preguntarse quién tiene la razón: urge preguntarse quién está dispuesto a interrumpir el daño. Gaza no es solo un conflicto, es una advertencia: el mundo puede acostumbrarse a ver morir a una población entera sin mover los cimientos de su diplomacia ni la brújula de su ética. Si algo debe sobrevivir entre tanta destrucción, no es una bandera ni una ideología, sino la capacidad colectiva de restaurar lo humano antes de que lo humano se vuelva irreconocible.

  • Infancia en retroceso: lo que revela UNICEF sobre el fracaso estructural del bienestar infantil

    Infancia en retroceso: lo que revela UNICEF sobre el fracaso estructural del bienestar infantil

    En tiempos de incertidumbre global, hay decisiones que podrían marcar el rumbo de una sociedad por generaciones. Una de ellas —la más decisiva— sería priorizar el bienestar de niñas y niños como el centro de toda política pública. Hoy, con más evidencia que nunca, sabemos que invertir en la infancia es una apuesta ganadora: no solo para las familias, sino para la nación entera. México tendría todo para demostrarlo. Y aunque el punto de partida sea complejo, las posibilidades de avanzar existen, son técnicas, son políticas y, sobre todo, son urgentes.

    El reciente Innocenti Report Card 19, publicado por UNICEF, ofrece una oportunidad invaluable para repensar nuestras estrategias. Aunque México se encuentra en la posición 34 entre 36 países evaluados, el informe no solo señala rezagos: también traza un mapa de ruta claro hacia un bienestar infantil posible, alcanzable y replicable. Lejos de ser una condena, este diagnóstico debería inspirarnos a construir una política nacional para la infancia que ponga en el centro lo verdaderamente transformador: la salud mental, los entornos seguros, la educación significativa, el juego, la escucha y la dignidad de cada niña y cada niño.

    Sabemos con certeza cuáles son los factores que han puesto en riesgo el desarrollo infantil en todo el mundo: la pandemia, los conflictos armados, el cambio climático, la revolución digital y los cambios demográficos. UNICEF los llama fuerzas disruptivas, y su efecto combinado explica la regresión observada en casi todos los países del informe. Sin embargo, también sabemos que estos desafíos pueden enfrentarse si se cuenta con políticas públicas eficaces, con datos actualizados, con presupuesto asignado, y con la voluntad de priorizar lo que realmente importa. México no tendría por qué resignarse a ese lugar 34: podría escalar posiciones si alinea capacidades con decisiones.

    Los países que hoy lideran el índice de bienestar infantil —como Países Bajos, Eslovenia, Dinamarca, Francia o Alemania— no lo lograron por azar. Lo hicieron mediante decisiones concretas: inversión sostenida en salud mental escolar, entornos urbanos pensados para niñas y niños, protección frente a publicidad nociva, acceso universal a internet seguro, y participación infantil efectiva en la vida pública. Cada paso se basó en evidencia. Cada avance respondió a una visión de largo plazo. Y eso es lo que podríamos adoptar como inspiración, sin copiar mecánicamente, pero sí adaptando lo que funciona.

    En México, contamos con instituciones con experiencia, profesionales capacitados, comunidades organizadas y marcos legales que reconocen los derechos de la infancia. Lo que aún falta es convertir ese potencial en política pública integral. El informe señala que muchos países ricos aún carecen de sistemas nacionales de monitoreo del bienestar infantil. México, si decidiera construir uno, podría incluso liderar en la región. Un sistema que mida no solo pobreza o escolaridad, sino también salud emocional, acceso a espacios verdes, habilidades digitales, y percepción de seguridad. Medir bien sería el primer paso para actuar mejor.

    Desde la perspectiva de la Ingeniería Política, esta sería una oportunidad para rediseñar procesos institucionales que hoy se muestran fragmentados. La arquitectura actual de la política infantil en México está dispersa entre niveles de gobierno, y eso diluye el impacto. Si logramos articular educación, salud, desarrollo social, derechos humanos y participación infantil en un mismo sistema funcional, los resultados serían inmediatos. No requerimos crear nuevas instituciones, sino hacer que las existentes cooperen con indicadores comunes, metas compartidas y presupuestos coordinados.

    Cinco medidas clave podrían iniciar esta transformación. Primero: implementar una política nacional de salud mental infantil con atención psicológica garantizada en todas las escuelas públicas, formación docente especializada y campañas públicas de prevención. Segundo: crear entornos escolares seguros y atractivos, con infraestructura digna, alimentación saludable, espacios de juego y participación comunitaria. Tercero: fortalecer la regulación sobre publicidad dirigida a menores, especialmente en plataformas digitales, para evitar la exposición temprana a contenidos que afectan su desarrollo. Cuarto: ampliar la infraestructura verde y cultural infantil con parques accesibles, centros de desarrollo comunitario y actividades extracurriculares con sentido formativo. Quinto: institucionalizar la participación infantil en el diseño, ejecución y evaluación de políticas públicas a nivel local y nacional.

    Estas cinco medidas no solo son técnicamente posibles, sino también financieramente viables. Existen recursos disponibles si se prioriza su destino con enfoque de derechos. Y lo más importante: tendrían un impacto directo y visible en la vida cotidiana de millones de niñas y niños en México. Cuando se mejora la infancia, mejora la comunidad entera. Cuando se garantiza salud mental, se reduce la violencia. Cuando se protege el juego, florece la creatividad. Cuando se escucha a la niñez, se fortalece la democracia.

    En lugar de ver el lugar 34 como un signo de derrota, podríamos verlo como un llamado a la acción. No es tarde. El bono demográfico de México, aunque cada vez más reducido, todavía nos da margen. Tenemos niñas y niños llenos de talento, con ganas de aprender, con sueños por cumplir. Lo que falta es que les demos las condiciones para crecer sin miedo, sin carencias, sin violencias cotidianas. Y eso depende, en gran medida, de la capacidad del Estado para tomarse en serio el bienestar infantil como un proyecto nacional.

    El informe de UNICEF deja claro que la mejora es posible. Que los países que toman decisiones a favor de la infancia no solo cosechan bienestar social, sino también estabilidad económica, cohesión y paz. La infancia debe dejar de ser una promesa de discurso y convertirse en una realidad de gobierno. Las instituciones mexicanas tienen la experiencia y la capacidad para lograrlo. Solo falta hacer de este tema una prioridad transversal, no un anexo sectorial.

    Elegir a la infancia como centro de la política pública sería una de las decisiones más sabias que podríamos tomar como país. Significaría dar un mensaje claro: que este México sí quiere crecer con dignidad, con empatía, con sentido de comunidad. Que no estamos condenadas ni condenados a repetir errores. Que sí es posible avanzar, cuando se hace con diagnóstico, técnica y corazón.

    Le debemos a cada niña y a cada niño al menos una certeza: que este país los quiere vivos, los quiere sanos, los quiere escuchados, y los quiere felices. Y eso, como lo dice UNICEF, no empieza con grandes discursos. Empieza con políticas públicas bien diseñadas, presupuestos bien asignados y gobiernos que se tomen en serio lo que hoy está en juego: no es solo la infancia. Es el alma futura de México.

  • Un día fuimos niños viendo viejos. Hoy somos adultos preguntándonos cuándo empezó a pasar. Analizamos La vejez en el cine, de Pedro Paunero

    Un día fuimos niños viendo viejos. Hoy somos adultos preguntándonos cuándo empezó a pasar. Analizamos La vejez en el cine, de Pedro Paunero

    Cuando éramos niñas y niños, no sabíamos lo que estábamos viendo. Frente a la pantalla, el tiempo parecía cosa de otros. Las personas mayores eran personajes lejanos: algunas sabias, otras graciosas, unas más aterradoras. No importaba si aparecían en dibujos animados o en películas de adultos. Siempre estaban ahí como si fueran una especie diferente. Nunca pensamos que, un día, podríamos ser ellas y ellos. Hoy, ya adultos, la pregunta aparece sin aviso: ¿cuándo empezó a pasar que la vejez se volvió cercana, posible… inevitable?

    En su libro La vejez en el cine, Pedro Paunero hace algo más que analizar películas. Nos invita a mirar de nuevo, no sólo la pantalla, sino lo que la pantalla ha hecho con nuestra forma de entender el paso del tiempo. El cine, dice Paunero, no cambia. Lo que cambia es lo que sentimos cuando lo volvemos a ver. Por eso, este análisis no es una lista de escenas, sino una invitación a releer lo que creímos comprender. Porque lo que parecía ajeno —la vejez— ahora nos mira de regreso.

    Desde pequeñas y pequeños, aprendimos que en las películas las personas mayores no eran centrales. Estaban para aconsejar, para regañar o para morir. No eran protagonistas, sino adornos de la historia de otros. En las caricaturas, eran brujas, abuelas dulces o viejos malhumorados. En el cine de acción, aparecían como quienes ya vivieron todo lo importante. El mensaje era claro sin decirlo: envejecer era apartarse, perder fuerza, volverse invisible.

    Uno de los temas más duros que muestra Paunero es cómo se ha retratado el cuerpo envejecido. A veces se usa para dar lástima, otras para provocar miedo. El cine de terror, por ejemplo, ha usado la vejez como símbolo de decadencia: cuerpos que ya no se mueven igual, rostros marcados por los años, voces temblorosas. En otras películas, el cuerpo viejo se vuelve tierno, pero de manera pasiva, como si sólo sirviera para cuidar o ser cuidado. En ambos casos, la vejez no es activa, ni libre. Es una etapa donde se espera… pero ya no se decide.

    Y cuando se trata de hombres, el cine suele contar una historia parecida: la de alguien que alguna vez fue fuerte, importante o valiente, pero que ahora mira hacia atrás. Son muchos los papeles de padres ausentes, jefes retirados o guerreros cansados. La nostalgia es su compañía constante. Como si envejecer fuera, para los hombres, una derrota lenta, aceptada con dignidad pero sin alegría.

    Lo más grave ocurre con las mujeres mayores. El cine ha hecho de ellas una sombra. Salvo unas pocas excepciones, la gran mayoría aparece como personajes sin historia propia: la abuela, la enfermera, la loca simpática. Nunca protagonistas, casi nunca deseadas, y mucho menos escuchadas. Paunero lo resume con datos contundentes: menos del 6% de los papeles principales en el cine comercial son de mujeres mayores de 60 años. Esto no es una casualidad. Es un reflejo claro de una cultura que castiga doble: por ser mujer y por envejecer.

    Pero algo ha comenzado a cambiar. Películas recientes han mostrado que la vejez no tiene por qué ser silencio ni sombra. Historias como Nomadland o Gloria Bell presentan a mujeres mayores que sienten, desean, deciden. No son perfectas ni dulces. Son humanas. Y al serlo, rompen con el guion que por décadas las había relegado. Estas películas no ofrecen consuelo, ofrecen libertad. Y eso, en tiempos como los que vivimos, también es una forma de hacer política.

    Porque este análisis de Paunero no se queda en la crítica. También es un acto de memoria. El autor se reconoce a sí mismo en las películas que comenta. No escribe desde afuera, sino desde la experiencia propia de alguien que también ha visto pasar los años. Esa honestidad convierte su ensayo en un espejo. Un archivo personal y colectivo, donde cada escena nos devuelve una imagen distinta de nosotres mismes. Porque envejecer no es solo una etapa: es un proceso que empieza mucho antes de que se note.

    Y es aquí donde el cine tiene una responsabilidad que no es menor. En un país como México, donde el número de personas mayores crece cada día, no basta con dar apoyos económicos o salud. También se necesita cambiar la forma en que miramos la vejez. Porque lo que no se muestra, no se respeta. Y lo que se oculta, tarde o temprano, se olvida. Si el cine puede ayudar a imaginar futuros, también puede ayudar a reconciliarnos con el paso del tiempo.

    El gobierno actual ha apostado por darle dignidad a quienes envejecen, reconociéndoles como sujetos de derechos, no como cargas. Pero ese esfuerzo institucional necesita ir acompañado de un cambio cultural. Un cambio donde la vejez se vea como parte de la vida, no como el final de ella. El cine, como espacio simbólico, puede ser un aliado si se atreve a contar otras historias. Narrativas donde las personas mayores tengan algo más que decir que un consejo antes de morir.

    Volver a ver las películas que nos marcaron es un ejercicio necesario. No para criticarlas desde la distancia, sino para entender cómo nos formaron. Y al hacerlo, también podríamos comenzar a exigir otras escenas. Imágenes que no repitan lo de siempre, sino que se abran a lo que vendrá. Porque si algo nos enseña el cine es que el futuro también se escribe con lo que decidimos ver.

    Las películas no cambian. Pero nosotras y nosotros sí. Y al cambiar, cambia también lo que esperamos de esas historias. La vejez, como plantea este análisis, no debe pensarse como el desenlace de una historia ni como el margen de una narrativa. Debe ser entendida como un espejo compartido: una superficie donde se reflejan tanto quienes ya llegaron a esa etapa como quienes —aunque no lo sepan aún— están en camino. Un espejo que no da miedo mirar si aceptamos que también nos pertenece. Porque sólo así podremos envejecer con dignidad, sin escondernos y sin ser escondidos.

  • El Proyecto Gateway: Cuando la CIA Quiso Despertar la Conciencia

    El Proyecto Gateway: Cuando la CIA Quiso Despertar la Conciencia

    En junio de 1983, mientras el mundo observaba las tensiones nucleares y los movimientos de la Guerra Fría, el Ejército de Estados Unidos entregaba un informe secreto que, décadas más tarde, seguiría desconcertando. No se trataba de misiles ni de espionaje convencional, sino de algo más audaz: un modelo operativo para expandir la conciencia humana. Bajo el nombre Analysis and Assessment of Gateway Process, la CIA evaluó un protocolo que combinaba neurociencia, física cuántica y acústica cerebral para inducir estados mentales capaces —según sus propios términos— de trascender el tiempo y el espacio. A cuarenta años de distancia, este documento sigue representando una hipótesis estratégica: que la conciencia humana podría ser, en esencia, una interfaz de lectura y escritura del universo.

    El corazón del proceso Gateway es una técnica llamada Hemi-Sync (sincronización hemisférica), que utiliza sonidos especiales para lograr que ambos hemisferios cerebrales trabajen de forma armónica. Estos tonos, conocidos como binaurales, inducen frecuencias cerebrales específicas —como las ondas alfa o theta, vinculadas con la meditación profunda— mediante la diferencia sutil entre los sonidos emitidos en cada oído. Cuando esta sincronía ocurre, la mente entra en un estado de coherencia que el informe compara con el funcionamiento de un láser: una energía altamente concentrada y ordenada, capaz de interactuar con patrones complejos del entorno. Es decir, una mente entrenada podría pasar de funcionar como una lámpara dispersa a operar como un haz coherente y poderoso.

    Pero la clave del método no está solo en el cerebro. El informe sostiene que al reducir el eco interno generado por el latido cardíaco —mediante respiración controlada y relajación profunda—, el cuerpo entero puede vibrar en una frecuencia cercana a los 7 hertz, la misma que la resonancia electromagnética natural de la Tierra, conocida como resonancia Schumann. Esta coincidencia permitiría, en teoría, que el cuerpo humano entrara en sincronía con el campo terrestre, funcionando como un oscilador coherente. Bajo estas condiciones, el cerebro no solo amplificaría su energía, sino que comenzaría a percibir información que normalmente está fuera del alcance de los sentidos.

    A partir de aquí, el documento introduce uno de sus conceptos más provocadores: que la realidad no es una secuencia de objetos sólidos, sino un holograma energético. Según el físico David Bohm y el neurocientífico Karl Pribram —citados por el informe—, la mente humana funciona como un receptor holográfico. Capta patrones de energía que ya existen en el universo y los interpreta mediante comparación con su memoria interna. Esto implica que el tiempo, el espacio y la percepción no son constantes absolutas, sino resultados de cómo nuestra conciencia sintoniza y organiza lo que percibe.

    El informe profundiza: cada onda cerebral, al oscilar, atraviesa microinstantes de reposo absoluto. En esos momentos —que la física cuántica conoce como distancia de Planck—, la energía “sale” del espacio-tiempo. Si estos instantes se vuelven suficientemente frecuentes, la conciencia podría “saltar” a otros planos. A este fenómeno lo llaman click-out. De ahí la hipótesis operativa: una conciencia altamente sincronizada podría acceder a dimensiones donde el pasado y el futuro no están separados, sino presentes en un solo patrón energético. Bajo esta lógica, percibir el futuro no sería predecirlo, sino leerlo en el holograma universal.

    El entrenamiento Gateway plantea cuatro niveles o estados mentales —denominados Focus 10, 12, 15 y 21— a los que se accede mediante audio guiado. Cada uno permite avanzar en la disociación del cuerpo y la expansión de la percepción. Por ejemplo, Focus 10 se describe como “mente despierta, cuerpo dormido”, mientras que Focus 15 permite explorar el pasado y Focus 21 acceder a proyecciones futuras. Estos no son viajes físicos, sino proyecciones mentales estructuradas, en las que la conciencia se entrena para visualizar, percibir y codificar información simbólica.

    Entre las herramientas más destacadas del método se encuentran la “caja de conversión de energía” (para liberar preocupaciones), la “barra de energía” (una visualización de luz para proyectar intención) y la técnica de patterning, que consiste en imaginar un objetivo cumplido y enviarlo al universo como una instrucción vibratoria. También se exploran el “mapa corporal viviente” (para sanar zonas específicas del cuerpo) y el “vórtice”, una imagen mental de giro energético que permite la percepción remota o remote viewing, es decir, la captación intuitiva de lugares o eventos sin contacto físico.

    Sin embargo, el aspecto más controversial es el estado extracorpóreo, o out-of-body experience. Aunque el informe no lo garantiza, describe casos donde participantes lograron “salir” de su cuerpo físico con plena conciencia, accediendo a planos no físicos de existencia. Incluso se menciona un experimento donde personas entrenadas intentaron leer, desde otra ciudad, una serie de dígitos generados por computadora. Aunque no lo lograron completamente, captaron varios números con precisión parcial. El resultado sugiere que la conciencia puede expandirse, aunque su precisión aún no es controlable.

    El informe no evade sus límites: reconoce la distorsión perceptiva, la interferencia de creencias personales y los riesgos psicológicos en individuos no preparados. También advierte sobre el uso ético de estas técnicas, que podrían —en manos equivocadas— usarse para manipulación mental o alteración de la voluntad. Por ello, recomienda formar equipos especializados, promover el autoconocimiento de cada practicante y establecer mecanismos de protección energética colectiva.

    Cuarenta años después de su redacción, el informe Gateway sigue siendo un artefacto único en los archivos desclasificados de inteligencia: una intersección entre ciencia experimental, exploración interior y potencial humano. No es un manual de nueva era, ni un proyecto abandonado. Es una hipótesis operativa elaborada por una institución estatal, que sugiere que la conciencia humana podría ser, en esencia, una interfaz de lectura y escritura del universo mismo. Si esto es así, entonces la clave no está en desarrollar nuevas máquinas, sino en aprender a calibrar la propia mente. En ese escenario, la realidad no sería un hecho, sino una frecuencia. Y la conciencia humana, un instrumento de afinación universal.