Por Ricardo Sevilla
El Destino Manifiesto, una creencia imperialista de EUA, sirvió de licencia al gobierno norteamericano para robar el 55% del territorio mexicano.
Un día como hoy, 13 de septiembre de 1847, la Ciudad de México fue invadida por las tropas de Estados Unidos, culminando en lo que hoy se conoce como la Batalla de Chapultepec.
La historia oficial se ha encargado de pintar y mantener un cuadro heroico de jóvenes cadetes, pero la realidad es mucho más cruda y compleja.
Los Niños Héroes, a la larga, dejaron de ser un mito para convertirse en una trágica consecuencia del desorden político y la ineficacia militar de la época.
El ejército mexicano, mermado por conflictos internos y la falta de armamento, jamás estuvo en condiciones de enfrentar a una potencia bélica en ascenso como Estados Unidos.
La guerra, que se libraba desde 1846, había dejado una estela de derrotas en el Valle de México, como Padierna, Churubusco y Molino del Rey.
Chapultepec era el último bastión, y su caída era inminente. La decisión de dejar a jóvenes cadetes en el castillo, en lugar de evacuarlos, sigue siendo un punto de debate histórico.
Los datos son contundentes: cerca de 300 soldados mexicanos, la mayoría jóvenes, cayeron ese 13 de septiembre.
El teniente coronel Felipe Santiago Xicoténcatl, del Batallón de San Blas, fue uno de ellos, muriendo con la bandera de su batallón en la mano.
Este acto de heroísmo, que pocos conocen debido a que menudo es opacado por la narrativa de los cadetes, representa la tenacidad de un ejército que, resistiéndose a caer, luchó hasta el último aliento.
Pero seamos claros: aquella derrota no fue solo militar, sino también un golpe moral que dejó a México postrado y a merced de sus invasores.
Un día después, el 14 de septiembre, la bandera de las barras y las estrellas ondearía en el Zócalo de la Ciudad de México.
Pero ese suceso, ya de por sí humillante, no sería la derrota más grande. Hubo otra mucho mayor.
Y es que el tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado meses después, sellaría el despojo territorial más grande en la historia de México: más de 2,4 millones de kilómetros cuadrados, que hoy comprenden los estados de California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah, y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma.
La invasión estadounidense se originó por el expansionismo territorial de Estados Unidos, impulsado por la doctrina del Destino Manifiesto, que justificaba la apropiación de tierras mexicanas. El objetivo era anexar el territorio al norte del Río Bravo, incluyendo Texas, que México consideraba suyo.
A pocos les gusta recordar aquellos episodios (y se entiende), debido al dolor que nos comporta como mexicanos.
Sin embargo, recordar que es necesario para no perder de vista que EUA nunca ha sido un aliado sincero ni leal.
Desde mi punto de vista, el 13 de septiembre no es solo una fecha de conmemoración, sino un evento formativo en la identidad nacional mexicana.
La derrota militar se transformó en una victoria moral a través de la figura de los Niños Héroes. Este mito, impulsado por el gobierno de Porfirio Díaz en el siglo XIX y consolidado en el siglo XX, sirvió para unificar a la nación en torno a un sacrificio compartido y un sentimiento de dignidad frente a la humillación.
La narrativa de los cadetes que se lanzaron con la bandera envueltos en ella, más allá de su veracidad histórica, se fue transformando en un símbolo de resistencia y patriotismo.
Hoy, poco importa si solo uno (Juan Escutia) lo hizo, o si fueron los seis o los 300 cadetes que cayeron aquel trágico 13 de septiembre.
El mito se ha anclado en la conciencia colectiva.
La historia, para bien o para mal, se construyó no para reflejar la realidad, sino para crear una identidad nacional sólida. Y hoy me atrevo a decir que todos somos Juan Escutia.
