En 2025, mexicanas y mexicanos no enfrentamos un solo acontecimiento capaz de explicar el ánimo colectivo, sino la superposición de múltiples procesos que avanzaron al mismo tiempo. El trabajo, el ingreso, la seguridad, la tecnología y las decisiones del Estado comenzaron a moverse de forma simultánea, generando una sensación extendida de incertidumbre que no se originó en una crisis puntual, sino en la acumulación. Esta columna parte de cincuenta entregas semanales de Ingeniería Política publicadas a lo largo del año y propone algo distinto a un recuento: ordenar lo vivido para entender por qué el futuro dejó de sentirse lejano y comenzó a experimentarse en el presente.
El punto de partida de 2025 fue un entorno internacional más rígido y menos predecible. El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos reactivó debates y presiones en materia comercial, fiscal, migratoria y energética que impactaron directamente a México. La sola discusión sobre un posible impuesto a las remesas —que en los últimos años han representado alrededor del 3.4 % del PIB— colocó a millones de hogares en un escenario de vulnerabilidad anticipada. Al mismo tiempo, la revisión del T-MEC dejó de percibirse como un trámite lejano y comenzó a influir en decisiones presentes sobre inversión, política industrial y energía. A ello se sumaron conflictos geopolíticos persistentes, tensiones por recursos estratégicos y una volatilidad energética documentada, configurando un año en el que el mundo apretó desde varios frentes a la vez.
Frente a ese entorno, el Estado mexicano no operó en pausa. A lo largo de 2025 se activaron, de manera paralela, procesos de planeación, decisión y ejecución. El Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030 y el Plan México buscaron ordenar prioridades y dar señales de continuidad, mientras se impulsaron reformas de alcance estructural en ámbitos como el Poder Judicial, la seguridad y la contratación pública. La elección directa de personas juzgadoras federales y el rediseño de plataformas de contratación marcaron un cambio institucional profundo. Sin embargo, el año también dejó claro que el mayor desafío no está en anunciar reformas, sino en traducirlas en capacidades operativas, coordinación efectiva y resultados sostenidos.
Ese movimiento institucional comenzó a reflejarse en la vida cotidiana. La política tocó el bolsillo. Los datos más recientes disponibles sobre ingresos y pobreza muestran avances relevantes respecto a años anteriores, con millones de personas mejorando su situación material. Al mismo tiempo, persisten brechas regionales, laborales y generacionales que explican por qué la percepción social no siempre acompaña a los promedios. El debate sobre salarios, jornadas y condiciones laborales colocó al tiempo de trabajo como una nueva variable del bienestar, especialmente para juventudes que enfrentan empleos más inestables y procesos de automatización acelerada.
Mientras tanto, el poder empezó a operar de formas menos visibles. Algoritmos, plataformas digitales y sistemas automatizados influyeron cada vez más en decisiones cotidianas, desde la información que consumimos hasta oportunidades laborales o financieras. El crimen organizado mostró una adaptación creciente al entorno digital, desplazando parte de su operación hacia redes invisibles. A ello se sumó la permanencia de la memoria digital y la automatización gradual de tareas, procesos que avanzaron sin grandes anuncios, pero con efectos acumulativos. El resultado fue una sensación de exposición constante, difícil de atribuir a un solo actor o decisión.
En ese contexto, la sociedad trató de entender lo que pasaba. El desgaste emocional, la ansiedad y la saturación informativa se volvieron experiencias comunes. Las infancias y las juventudes funcionaron como termómetro del momento: violencia, sobreexposición digital y falta de certezas reflejaron tensiones más amplias. La cultura, los símbolos y la creciente conciencia ambiental operaron como espacios para procesar un cambio que se sentía antes de comprenderse plenamente, en un país donde la escasez de agua, el calor extremo y los eventos climáticos dejaron de percibirse como advertencias abstractas.
Todo ello condujo a una constatación central: el futuro ya empezó. La inteligencia artificial, la automatización del trabajo, la disputa por recursos estratégicos, la presión climática y los retos de la democracia dejaron de ser debates de largo plazo para convertirse en condiciones del presente. En este cierre de año, la pregunta ya no es qué viene, sino qué deberá observarse con mayor atención. Todo indica que 2026 no será un año de grandes anuncios, sino de verificación. Deberán seguirse de cerca la capacidad real del Estado para ejecutar las reformas ya aprobadas; el impacto cotidiano de la relación con Estados Unidos en materia comercial, energética y migratoria conforme se acerque la revisión del T-MEC; la forma en que la inteligencia artificial y la automatización empiecen a regularse —o a operar sin regulación— en el trabajo, la seguridad y la información; la sostenibilidad del bienestar social frente a presiones fiscales, demográficas y climáticas; y la calidad de la democracia en un entorno donde el poder se fragmenta entre instituciones, plataformas y actores no visibles.
2025 no fue un año para respuestas fáciles, sino para aprender a leer un mundo que se movió al mismo tiempo en muchos frentes. Las columnas de Ingeniería Política no buscaron imponer certezas, sino ofrecer herramientas para entender procesos que ya estaban en marcha y que impactaron la vida cotidiana de formas visibles e invisibles. Mirar lo que vivimos con método, claridad y sentido ciudadano fue una forma de participar incluso en medio de la incertidumbre. Cerrar este año no significa cerrar las preguntas, sino llegar mejor preparados para las que vienen, sabiendo que comprender el presente es el primer acto de responsabilidad frente al futuro.
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