“El partido debe ser una escuela política, no una maquina electoral”
Enrique Dussel
El principal cuestionamiento desde la izquierda hacia el partido gobernante en la pasada contienda electoral fue su “pragmatismo”, reflejado en la incorporación de figuras corruptas provenientes de la oposición. Con el tiempo, y especialmente tras la reforma judicial, esta práctica se volvió habitual, como lo demuestra el acercamiento de los Yunes a Morena.
Desde entonces, el partido ha priorizado de manera evidente la victoria, ya sea en las urnas o en el Congreso, sin reparar en las implicaciones éticas de sus decisiones. Esto ha significado, en algunos casos, un agravio histórico para estados como Veracruz, con la inclusión de los Yunes, o Coahuila, con la candidatura de Armando Guadiana en las elecciones pasadas.
Lo que en su momento surgió como un partido-movimiento con la intención de transformar los cimientos políticos de México y romper con las prácticas de las últimas décadas, se está convirtiendo, a paso acelerado, en una mera máquina electoral, emulando a nuestro gran partido de Estado del siglo pasado.
Con el cambio de dirigencia en Morena y el inicio del nuevo sexenio, esfuerzos fundamentales como el Instituto Nacional de Formación Política (INFP) sufrieron severos recortes presupuestales y dejaron de ser una prioridad para el partido, esto para darle paso a proyectos politiquero/electoreros como juntar diez millones de afiliados.
Ahora, aquellos a quienes el propio fundador del movimiento llamó “delincuentes de cuello blanco” en su libro 2018: La Salida, forman parte activa del partido y ocupan cargos clave que, en principio, deberían pertenecer a quienes realmente representan los principios del movimiento.
Reformas fundamentales y ampliamente respaldadas, como la reducción de la jornada laboral a 40 horas y la reforma contra el nepotismo, han sido postergadas para no incomodar a ciertos aliados. En el primer caso, para congraciarse con el sector empresarial; en el segundo, para mantener la alianza con el Partido Verde. Todo ello, pese a la legitimidad y el respaldo popular que estas iniciativas tienen entre el pueblo mexicano.
Y es que el fantasma del priismo nos persigue al punto de que todo esto ocurre tras un gobierno que, en muchos sentidos, buscó replicar el proyecto corporativista del PRI del siglo pasado, con un presidencialismo que intentaba mediar entre los distintos sectores sociales. El papel central que nuevamente asumió el gobierno, así como el respaldo clave del sector castrense, fueron elementos fundamentales para comprender también el inicio del movimiento como tal.
Otro ejemplo claro es la búsqueda de un Estado de bienestar, un paralelismo evidente entre los primeros gobiernos priistas y el inicio del proyecto de la Cuarta Transformación. En ambos casos, el Estado asumió un papel central en la economía y en la distribución de recursos, con el objetivo de reducir desigualdades y garantizar derechos sociales a las mayorías.
El cambio buscado en los inicios del movimiento era una acción directa contra las políticas neoliberales de los últimos treinta años, lo que implicaba un regreso al Estado benefactor, un avance claro en términos sociales. Según el líder moral del movimiento, para que esto se lograra era necesaria una “revolución de conciencias”, lo cual significaba un proceso de transformación profunda en la mentalidad colectiva, orientado a que la sociedad reconociera y asumiera como prioridad el bienestar común por encima de los intereses individuales o de élites, generando así un cambio estructural en la forma de pensar y actuar políticamente.
Sin embargo, tras el reciente cambio de prioridades en Morena, nos estamos acercando a la repetición vacía de la fantasmagórica frase “gobierno emanado de la revolución”, solo que ahora la “revolución” no es material, sino de conciencias. Esto hace que, si el sector popular no toma cartas en el asunto, estemos cayendo en una mera caricatura del siglo pasado, donde las promesas de transformación se diluyen en discursos vacíos sin un verdadero cambio estructural.

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