El gran cronista John Reed escribió en México Insurgente: “Villa nunca bebe ni fuma, pero al bailar le gana al más enamorado galán de México. Cuando se dio la orden al Ejército para avanzar sobre Torreón, Villa hizo un alto en Camargo para apadrinar la boda de uno de sus viejos compadres. Bailó continuamente, sin parar, dijeron, todo el día martes y la noche, llegando al frente el miércoles en la mañana con los ojos enrojecidos y un aire de extrema languidez”. ¿Qué bailaba Pancho Villa? ¿Qué músicos podrían tocar toda la noche o alternarse para que el Centauro del Norte no perdiera la chispa de sus pasos? ¿Qué canciones cilindraban el corazón del revolucionario? ¿Qué mantenía al jefe de la División del Norte tan completamente sobrio, bailador y alegre ante el estertor de la siguiente batalla?
Este 20 de julio se cumplen 99 años de la emboscada que terminó con la vida del rebelde general, quien recibió 16 disparos directos de quince hombres que en total impactaron más de 150 tiros al auto en que viajaba en Hidalgo del Parral, Chihuahua. No conformes con su muerte, sus adversarios, auspiciados -se dice por algunos estadounidenses todavía resentidos con el osado invasor de Columbus-, profanaron su tumba y decapitaron su cadáver el 6 de febrero de 1926. El imaginario popular ha atribuido a Plutarco Elías Calles la brutal estrategia para silenciar a Villa, pero los trágicos sucesos que marcaron su asesinato y el posterior hurto de su cabeza, no hicieron más que engrandecer el apego popular al Robin Hood del Norte, y convertir su epilogo en leyenda. Como el Cid Campeador, Francisco Villa desde la muerte siguió ganando batallas.
Existen diferentes versiones sobre el paradero final de la cabeza de Villa, que se entreverán con señalamientos a ex presidentes y ex generales, magnates, políticos, periodistas, anticuarios, mercenarios, cirqueros, choferes, y motivaciones desde “científicas” hasta de venganzas personales o “patrióticas”, resentimientos, morbo, negocios, o simple hurtó, entre las variadas tramas, algunas inverosímiles y otras derivadas de serias indagaciones históricas, construidas y reconstruidas una y otra vez para explicar el paradero de una cabeza que a casi 100 años no termina de aparecer físicamente.
El 17 de noviembre de 1976 el entonces presidente de la República, decretó exhumar los restos del general revolucionario, mismos que tras taladrar la gruesa loza -construida por seguridad tras su decapitación- y realizar su exhumación el 18 de noviembre, fueron llevados del panteón de Hidalgo del Parral, Chihuahua al Monumento a la Revolución en la Ciudad de México, donde se encuentran en la actualidad. Por cierto, existe un Mausoleo que el propio Pancho Villa pidió construir para albergar sus restos en Chihuahua capital, pero nunca lo ocupó porque al día siguiente de su asesinato, el 21 de julio de 1923, el general Enríquez, gobernador de Chihuahua, se negó a que Villa fuera trasladado a la capital del estado, pensando que de permitirlo auspiciaría un lugar de peregrinaje para los revolucionarios villistas, y los que comenzarían a advertir las desviaciones de “la revolución en el poder”.
De la trayectoria de Villa a la Ciudad de México en 1976 dicen las crónicas: “Aún sin cráneo, los restos de Doroteo Arango viajaron en una urna hacia su última parada en el Monumento a la Revolución. El recorrido fue una ceremonia en sí misma. En cada ciudad por la que pasaban la gente aglutinaba las calles gritando “¡Viva Villa!” y al centro de la multitud, una camioneta que transportaba al general decapitado encabezaba un regimiento de caballería y un contingente militar donde todos los miembros iban disfrazados de dorados”.
El historiador Friedrich Katz en su monumental “Pancho Villa” escribió: “Cincuenta y tres años después de su muerte, Pancho Villa recibió el reconocimiento y los funerales oficiales que nunca tuvo cuando fue asesinado”. El comentario es muy acertado, pues durante más de cincuenta años Villa estuvo excluido de la ideología gobernante supuestamente “emanada de la revolución” y de la historiografía oficial, para Doroteo Arango en un inicio no había monumentos ni estatuas, tampoco grandes homenajes; el prestigio del villismo floreció desde los de abajo, de los sectores populares que lo apoyaron en la revuelta revolucionaria y trasmitieron oralmente sus testimonios y leyendas, a contracorriente de la historia del bronce, el villismo se fue fraguando como un movimiento muy diverso y vivo -con el paso del tiempo como referente para los sectores o individuos descontentos del gobierno-; paradójicamente a partir de los años setenta con la llegada al poder de la generación de presidentes que no participaron directamente en la revolución mexicana pero que les urgía la legitimidad de sus auténticos héroes sociales, el discurso cambió y por ello se dio el reconocimiento oficial a Francisco Villa, colocándolo también en el santoral cívico, tan útil al sistema corporativo prisita.
Nos narra Katz: “El ataúd que contenía los restos fue transportado por las calles de Parral, precedido por un destacamento de caballería y otro de infantería, y seguido por un caballo negro sin jinete, conducido por un civil de la región de la montañosa de Chihuahua, de donde procedían la mayoría de los soldados de Villa. Detrás venía un destacamento de hombres que llevaban el uniforme de los Dorados. Una mujer que logró pasar a través de la valla arrojó algunas flores sobre el féretro y dijo: “Adiós, mi general”. A su llegada a la ciudad de México, se llevó a cabo una nueva ceremonia con la participación del presidente Echeverría. Villa quedó enterrado junto a los restos de Madero, a quién reverenció, y de Carranza, su más enconado y odiado enemigo”. (Katz, 1998).
El cuerpo de Pancho Villa permanece en el Monumento a la Revolución, cuya plaza ha sido fuente de grandes movilizaciones de disidencia en tiempos del PRI- gobierno y después en la larga noche neoliberal. Su ideología, también permanece como brújula para tiempos de resistencia o transformación, escribió Katz: “La ideología de Villa tuvo siempre consecuencias concretas. Su odio hacia la oligarquía se manifestó en la confiscación de sus tierras y propiedades. Su convicción de que debía producirse una redistribución de la riqueza se expresó en los masivos repartos de alimentos y otros bienes de los sectores más pobres de la sociedad. Su compromiso con los soldados se reflejó en las enormes sumas que dedicó a los heridos, y a los huérfanos y viudas de esos hombres”. La cabeza de Villa sigue su propio periplo a casi cien años, que cómo aquel Villa que bailó alegre toda la noche para reaparecer indomable en el alba de la batalla, espera también el momento de volver a presentarse, para arengar el imaginario, concitar utopías, ajusticiar desviaciones, y orientar el rumbo de la locomotora de la historia, a todo vapor en defensa de los más desprotegidos.
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