El cambio climático ya no es solo un problema ambiental: es una crisis humana. Las sequías, los huracanes, los incendios y el aumento del nivel del mar están transformando la vida de millones de personas en todo el mundo. Pero más allá de los daños materiales, esta crisis está empujando a comunidades enteras a dejar atrás sus hogares en busca de un lugar donde puedan sobrevivir.
Como explican Magaly Sánchez-R y Fernando Riosmena, el cambio climático afecta con más fuerza a quienes dependen directamente de la naturaleza para vivir: campesinos, pescadores y pobladores de zonas rurales y costeras. En América Latina, donde muchas comunidades viven del campo o del mar, la pérdida de tierras fértiles, el agotamiento del agua y la degradación de los ecosistemas están provocando una creciente ola de desplazamientos.
Migrar se ha vuelto, para muchos, una forma de adaptación ante un entorno cada vez más hostil. Sin embargo, no todos pueden hacerlo. La pobreza, la falta de recursos o la violencia hacen que muchas personas queden atrapadas en lugares donde los riesgos climáticos son cada vez mayores. Este fenómeno revela una dura realidad: el cambio climático no afecta a todos por igual, y quienes menos han contribuido a generarlo son los que más sufren sus consecuencias.
Los estudios reunidos en la Revista de Estudios Sociales muestran esta relación entre clima y migración en distintos contextos. En Centroamérica, el calor extremo y la falta de lluvias han reducido la producción de café, obligando a muchas familias a emigrar. En las periferias de Buenos Aires, los migrantes que llegan buscando un nuevo comienzo se enfrentan a la contaminación y la precariedad. En Honduras y el Caribe colombiano, los proyectos extractivos y ganaderos han despojado a comunidades de sus tierras, forzándolas a desplazarse.
A esta crisis se suma un vacío legal preocupante: los llamados “migrantes climáticos” todavía no cuentan con protección internacional. Millones de personas desplazadas por el clima quedan fuera de las leyes de asilo y refugio, lo que las deja en una situación de enorme vulnerabilidad.
Frente a esta realidad, los autores llaman a una acción conjunta. No basta con reducir las emisiones de carbono; es necesario fortalecer la resiliencia de las comunidades, proteger la biodiversidad y garantizar los derechos de quienes se ven obligados a migrar. También es urgente una educación ecológica que ayude a entender que lo que ocurre en una región repercute en todo el planeta.
La pandemia de COVID-19 demostró cuán frágil puede ser nuestro equilibrio con la naturaleza. De la misma forma, el cambio climático nos recuerda que las fronteras no detienen el calor, las sequías ni las tormentas. Migrar, en este contexto, es mucho más que moverse: es resistir, adaptarse y buscar un futuro posible en medio de un mundo que cambia demasiado rápido.

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