La Organización de las Naciones Unidas es un organismo que se creó en 1945 para mantener la paz y la seguridad internacionales. Su sede central está en Nueva York, y eso tal vez ya dice mucho.
Aunque en el papel la ONU tiene un lugar protagónico en el concierto de las naciones, la realidad es muy distinta, y muestra de ello es su irrelevancia en eventos tan importantes como guerras o la pandemia del COVID, donde al final se hace lo que diga Estados Unidos y sus socios occidentales, lo que intimide su poderío militar, lo que castigue económicamente su dólar, lo que exprese la opinión pública de sus medios y lo que sus empresas penetren en todos los mercados.
La “comunidad internacional” (también conocida como Occidente, el eje del bien, los enemigos del terrorismo, la liga de la justicia, los defensores de las causas justas o el adjetivo ridículo que se le ocurra al lector) ejerce su poder al margen de la ONU. Son, en realidad, un puñado de países armados hasta los dientes y que controlan los recursos y finanzas de la mayor parte del planeta a través del sometimiento y la intimidación, demostrando en cada ocasión la irrelevancia de la ONU cuando hay diferencias y conflictos internacionales.
En México, el presidente López Obrador ha criticado en reiteradas ocasiones el papel de este organismo, y con razón. Su mecanismo Covax creado para la repartición justa de vacunas durante la pandemia de COVID fue un rotundo fracaso, condenando a muchas personas de países pobres a su suerte y a la buena voluntad de otros. Al final, cada país tuvo que comprar y negociar por propia cuenta. Incluso México amenazó con denunciar por incumplimiento y demora en la entrega de vacunas.
El caso más paradigmático sobre el gran fracaso de la ONU lo protagoniza Rusia, a partir de la invasión a Ucrania. El 12 de octubre la Asamblea General de la ONU rechazó los referéndums por los que el Donbass y las regiones de Jersón y Zaporozhie pasaron a formar parte de Rusia, ya que fueron calificadas como ilegales las votaciones que promovió el presidente ruso Vladimir Putin. El resultado fue abrumador: 143 a favor, 35 abstenciones y 5 naciones en contra, lo cual era más o menos de esperarse, ya que, aunque Moscú pidió votación secreta para evitar las clásicas tácticas intimidatorias de Washington, los resultados se hicieron públicos, como es costumbre.
Desde los medios occidentales se celebró este resultado como una acción más en pro del aislamiento y debilitamiento del Kremlin, sin embargo, la realidad es muy distinta. Por ejemplo, Turquía votó en contra del referéndum, pero el 14 de octubre el presidente Erdogan confirmó que Moscú y Ankara trabajarán juntos en la creación de un Hub gasístico en Turquía; Brasil también fue parte del grupo de los 143 países a favor del rechazo, pero el 15 de octubre se anunciaba la importación de diésel desde Rusia y países árabes; por su parte, Arabia Saudita se sumó al rechazo del referéndum, pero al mismo tiempo lideraba en la OPEP el mayor recorte petrolero en años, el cual afectaba los intereses geopolíticos de Estados Unidos; y así cualquier cantidad de ejemplos de países en el mundo que, en la ONU y para “no hacer enojar a Estados Unidos”, votan a favor de lo que dicta la Casa Blanca, pero en la realidad operan y se acercan a Moscú tanto como necesitan y les conviene, y México no es la excepción. Muestra de ello es el acuerdo de cooperación espacial que se firmó antes de la guerra, y que, en defensa de su soberanía, el gobierno de la 4T mantiene por así convenir a los intereses de la nación.
La ONU tiene actualmente un papel más subordinado a los intereses geopolíticos de Occidente que en favor de la paz y la seguridad internacionales, y su credibilidad y utilidad va a la baja, indudablemente.
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