La manera más cómoda de participar en política desde el sillón de la sala es a través del WhatsApp. Sin duda una de las formas más pasivas de la actividad social que ha dejado a parte de la clase media sin muchas ganas de salir a la calle, porque considera que con enviar un meme su posición está definida y su postura política precisada.
La costumbre de tener todo con sólo oprimir un botón lleva a jugar a la participación política a adultos poco informados y peor capacitados académicamente. Todas las consignas de la disidencia por celular son anónimas, nadie firma, nadie muestra metodología, nadie se atreve a dar nombres de quienes lo elaboran de tal manera que en resumidas cuentas esos mensajes y anda es lo mismo, pero es la púnica manera de algunos de sentirse informados, es decir, mejor informados que la mayoría con anónimos que no tienen origen pero su destino está muy bien definido.
El hecho de informarse cómodamente dentro de la comodidad que bien puede convertirse en prisión, habla de una postura no confortable sino temerosa. El mensaje e invasivo, porque llega directamente, sin escalas ni permiso a la vista de alguien. Ya en ese momento se trata de un acto intrusivo y, por lo tanto, agresivo, perturbador, intimidante. Un atentado a la privacidad que no siempre suele ser agradable ni forzosamente causa risa.
En los mensajes de la disidencia de celular se toma por asalto la credibilidad de quien lo envía y abusa de la confianza de quien lo recibe. En un juego de poder que marca la superioridad de quien lo manda como ser superior ante la ventaja social y política de estar mejor informado, como parte esencial de la superioridad.
La disidencia de WhatsApp no es un intercambio amable de información, con más imaginación que evidencias, se trata de una práctica llena de miedo. El sólo hecho de pensar que se está equivocado, producto de una inconsciente noción de ignorancia profunda, le impulsa a limitar su participación social a un par de botones. Es una lucha social aislada, que se anula a sí misma, pro llena de miedo, de inseguridad de definición y de valentía.
Cuando se intercambia “información” por el celular se evade la participación, si hay mentira o desvío de la realidad no es su responsabilidad sino de quien lo creó, pero si gusta el mensaje agrada a la persona o la agrede según el caso. Es decir, es una agresión o el inicio de una coincidencia, al fin y al cabo, es la necesidad de ser tomado en cuenta.
Mantener un constante intercambio de mensajes políticos anónimos resulta una enorme irresponsabilidad social, que denota inmadurez como ser humano, así como lo es la indefinición personal. Una falta de precisión de la personalidad, porque quien envía se convierte en ariete violento que termina siendo un autoengaño.
El anonimato es la manera más cobarde de la acción política y social, se encuentra en cada mensaje que el teléfono envía como si se tratara de dar un puñetazo en el rostro de quien no piensa como nosotros. Ese tipo de mensaje denota la incapacidad de mantener un debate real, una discusión de altura, una exposición de motivos basados en el conocimiento y la información, simplemente porque no hay detrás ni información ni preparación.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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