La historia de América Latina está tejida por figuras que, más allá del poder, encarnaron ideales profundos. José “Pepe” Mujica fue una de ellas. Su legado no solo vive en Uruguay, sino en cada rincón del continente donde aún se cree en la justicia social, la democracia participativa y la dignidad por encima del consumo. Hoy, a sus 89 años, el expresidente uruguayo ha partido, pero su palabra queda resonando como una brújula ética para las izquierdas del mundo.
Mujica no fue un político tradicional. Fue guerrillero, preso político, agricultor y finalmente presidente. Su paso por el poder no fue para acumular privilegios, sino para desmantelarlos. Gobernó desde la humildad, rechazó lujos, vivió en su chacra y donó la mayor parte de su salario. Pero su austeridad no fue pose: fue coherencia. Ese ejemplo ha sido un faro para líderes como Andrés Manuel López Obrador, con quien compartió no solo una visión de país desde abajo, sino también una mística de transformación sin rencores.
Ideológicamente, Mujica revitalizó a la izquierda latinoamericana desde la ética de la solidaridad y el sentido común. Defendió la soberanía frente al capital financiero y abogó por una integración regional sin hegemonismos. Pero su mayor lucha fue cultural: combatir el egoísmo y la indiferencia en un mundo dominado por el mercado. Como él decía, “no venimos al mundo solo a competir, sino a convivir”.
En Uruguay, dejó un país más justo y libre. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y la marihuana, no desde el capricho, sino desde la lógica de ampliar derechos y reducir daños. Bajo su gobierno, el país mejoró sus indicadores sociales y mantuvo su estabilidad democrática. No gobernó para el aplauso, sino para la posteridad.
Mujica también le habló a los jóvenes con una claridad brutal pero esperanzadora. Los invitó a cuestionarlo todo, a no vender su vida por cosas, a rebelarse sin odio. Su discurso ante la ONU en 2013 sigue siendo una joya de humanidad y lucidez, un llamado urgente a frenar el consumismo y construir otra forma de habitar el planeta. Una visión profundamente afín a las juventudes que hoy, desde el feminismo, el ambientalismo y la lucha por la equidad, exigen una nueva izquierda.
Hoy América Latina pierde a uno de sus mejores. Pero su ejemplo permanece. Como AMLO y ahora la Presidenta, Claudia Sheinbaum, Mujica demostró que se puede gobernar desde el amor al pueblo, sin traicionar los principios. Que la honestidad en política no es ingenuidad, sino fuerza. Que la humildad no es debilidad, sino coraje.
José Mujica no buscó dejar monumentos ni estatuas. Pero dejó algo más profundo: una semilla. La de una izquierda con alma, con ética, con rumbo. La de un continente que aún sueña con justicia. Y esa semilla, mientras haya memoria y lucha, seguirá germinando.
Porque los grandes no mueren. Se siembran.

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