Vivimos una era donde el pasado no se borra, sino que se archiva. Cada fotografía, comentario o búsqueda permanece en una nube que no se disipa. La memoria digital ha dejado de ser un registro voluntario para convertirse en un espejo perpetuo. Lo que alguna vez se desvanecía con el tiempo hoy se conserva con precisión algorítmica. Google fija los recuerdos y ChatGPT los interpreta, creando un universo donde las personas ya no controlan qué se recuerda ni cuándo se olvida. En este entorno, el derecho al olvido digital se erige como una defensa de la dignidad humana frente al poder de las máquinas.
El mundo vive bajo un archivo infinito. Según estimaciones del MIT y del German Law Journal, más del noventa por ciento de los datos generados en la historia se produjeron en los últimos cinco años, y el ochenta por ciento de ellos está en manos privadas. Esa acumulación no sólo representa un avance técnico, sino un nuevo tipo de dependencia. La información personal —antiguamente un residuo íntimo— se ha transformado en materia prima para la economía de la atención. La memoria digital se ha vuelto un activo económico: cada búsqueda, conversación o reacción es monetizada, perfilada y revivida en los servidores de las grandes tecnológicas.
Europa fue la primera en reconocer que esa acumulación sin límites amenazaba la libertad. El 13 de mayo de 2014, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea falló a favor de Mario Costeja González, sentando el precedente del “derecho al olvido”. El fallo, incorporado al Artículo 17 del Reglamento General de Protección de Datos, permitió solicitar la eliminación de datos personales inadecuados o irrelevantes. Desde entonces, el continente ha demostrado que la memoria también puede tener controles democráticos. España dio un paso más con la Ley Orgánica 3/2018, que incluyó la posibilidad de ejercer ese derecho incluso después de la muerte, inaugurando la noción del “testamento digital”.
El desafío es técnico, pero sobre todo político. En un mundo donde los algoritmos deciden qué recordar, México necesita un sistema que permita también olvidar. La dependencia tecnológica exterior —más del noventa y cinco por ciento del tráfico digital se procesa fuera del país— obliga a construir mecanismos de cooperación internacional y a definir reglas claras para la supresión de datos. Convertir el derecho al olvido en un derecho humano efectivo implicaría pasar de la simple cancelación administrativa a la protección de la identidad como valor superior.
El avance de la inteligencia artificial ha agudizado el problema. Los modelos de lenguaje como ChatGPT aprenden de millones de conversaciones y, aunque puedan eliminar datos específicos, conservan patrones y asociaciones. Según el informe Right to be Forgotten in the Era of Large Language Models (CSIRO, 2024), la IA no olvida del todo: puede borrar un registro, pero no desaprender su huella. Este fenómeno plantea un dilema jurídico inédito. ¿Cómo se ejerce el derecho al olvido en sistemas que no pueden olvidar? Las soluciones emergentes —desde el “machine unlearning” hasta la privacidad diferencial— aún están lejos de garantizar el derecho a desaparecer de los algoritmos.
Detrás del debate técnico hay un dilema ético profundo. Olvidar ya no es una consecuencia del tiempo, sino un acto de voluntad que requiere infraestructura. El estudio Could You Ever Forget Me? (Springer, 2022) mostró que tres de cada cuatro personas experimentan ansiedad al saber que su información persiste en línea incluso después de eliminarla. El olvido se ha vuelto un privilegio. En esta paradoja, las máquinas conservan lo que las personas querrían dejar ir, y lo que la humanidad siempre consideró natural —la posibilidad de cerrar capítulo— se ha vuelto un trámite incierto.

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