La educación es el motor que se requiere y es indispensable para que la transformación que necesita nuestro tiempo, se vea realizada en hechos concretos, verdaderos y perennes. Si continuamos favoreciendo la mentalidad burocrática que ignora a los maestros y a las comunidades educativas, la transformación será “flor de un día” y eso no es justo.
En la sexta década del S XX México transitaba de ser una economía eminentemente agrícola a otra industrializada. Al menos eso era lo que nos enseñaban en la escuela y eso podíamos observar al salir de la ciudad. Yo crecí en la Ciudad de México, que en ese entonces se llamaba Distrito Federal y tenía un “Regente de la Ciudad” que era nombrado por el Presidente de la República y era “la región más transparente del aire”, de acuerdo con Carlos Fuentes.
Pasé la mayoría de los años de la primaria con un calendario escolar paralelo al año convencional pues las clases iniciaban a principios de febrero y terminaban poco antes de la primera posada, antes del 16 de diciembre. Teníamos vacaciones casi todo el mes de diciembre y todo enero, además jueves y viernes santo, después teníamos las “vacaciones de mayo” que eran muy esperadas porque era tiempo de salir en familia o algo así. En cambio, quienes vivían en otras entidades federativas o en los territorios que todavía no eran estados, tenían uno muy parecido al actual, lo que evitaba que pudiera convivir con algunos de mis primos que vivían en Guanajuato y Zacatecas, así era.
La educación estaba orientada a conocer las ciencias, nuestra lengua y geografía, la organización social y política del país y se nos inculcaban valores y principios que reforzaban aquellos recibidos en la casa y en la religión, que entonces era casi tan importante como la escuela, especialmente en mi familia.
Todo ese cúmulo de conocimientos e información, nos propiciaba empezar a tener algo de conciencia respecto de la realidad que nos rodeaba, solamente había que salir de la ciudad para ver grandes plantíos de alfalfa, muchísimas milpas, establos con vacas donde se podía comprar leche recién ordeñada, huevo fresco del día y a veces algún queso fresco y todo por muy poco dinero.
Apreciar estos espacios perdidos y ver y convivir con quienes ahí habitaban y producían en el campo, me dio conciencia de las tremendas diferencias que existían entre los niños de clase media ilustrada de la ciudad y de aquellos que crecían entre milpas, alfalfares, el bosque, los borregos y las vacas, los plantíos de habas, papas y chayotes. Aquellos eran niños campesinos que se convertirían en trabajadores urbanos de todo tipo: el proletariado en metamorfosis, pero siendo lo mismo.
Sentirme igual a los chicos de la clase social en la que nací y crecí, educado en un colegio privado del que egresaron algunos de los actuales representantes de la derecha más ignorante y falta de conciencia y caridad humana; amor cristiano pues, me era imposible, porque en mi casa se procuraba practicar esos principios lo mejor posible, a veces al extremo, así que, igual que mis hermanos y hermanas, desarrollé una conciencia que se volvió activa.
Mientras la educación desde los años del saqueo más salvaje que ha vivido México, desde José López Portillo, primer corruptor y saqueador de PEMEX y hasta hoy, parece creer que educar en la conciencia no es mejor que educar solamente en la ciencia; que educar para amar, es inútil y solamente hay que cubrir el expediente; simular que se educa, pero que no comprende ni forma al espíritu de los pequeños para amar y ser solidario.
La educación seguirá en crisis mientras no esté basada en esos dos principios, educar para el amor y para la solidaridad, además de enfocar la actividad y actitud de los maestros en buscar y generar el deseo de cada estudiante en todos los grados por conocer más de la realidad, de la ciencia, de lo valioso que tiene lo humano y de lo violento y malvado que también existe y de cómo evitarlo. Si no educamos y formamos dirigidos a la conciencia, las transformaciones administrativas serán solamente victorias pírricas cuyo único valor será para la burocracia y poco o nada significarán para la gente.
La resistencia que presentan las instituciones educativas para transformarse, proviene fundamentalmente del miedo a confrontarse a sí mismas y cuestionarse, tanto en lo individual como en lo colectivo, sobre cuál es el alcance de su cometido y la enorme responsabilidad que cada individuo involucrado en el proceso, se ven copadas por una mentalidad burocrática, atávica y normativista en todos los sentidos, por eso no pueden escuchar a los maestros y por eso los maestros prefieren guardar silencio, en especial en las escuelas privadas, que son las que forman a los cuadros de mando de las empresas y, en muchos casos, del mismo estado en su conjunto.
El involucramiento en el desarrollo de todos los miembros y elementos de una comunidad educativa y su entorno, tendría que ser objeto de un constante esfuerzo y compromiso de todos sus elementos. Salta el término “comunidad educativa” y solo diré que la conforman el conjunto de docentes, trabajadores, directivos en la escuela y los estudiantes de todos los grados, sus familias y sus entornos sociales independientemente de tener o no, una relación formal con la escuela de que se trate. Este esfuerzo sistemático y dinámico, será el generador de la conciencia en cada individuo, pero lo será, si y solo si se propicia sobre la base del amor y la solidaridad. Involucrados desarrollaremos la conciencia y la solidaridad. Así podríamos educar y formar.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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