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Cuidar el entorno, prevenir la violencia: la educación ambiental como política comunitaria de paz

junio 11, 2025
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En un contexto nacional marcado por crisis ambientales, violencia estructural y fragmentación del tejido social, repensar las estrategias de prevención del delito no solo desde el aparato judicial o policiaco, sino desde la base comunitaria y cultural, se vuelve una necesidad urgente. La educación ambiental, entendida como un proceso interdisciplinario, situado y transformador, puede consolidarse como una herramienta poderosa para reconstruir entornos seguros, fortalecer la identidad colectiva, visibilizar la injusticia y prevenir expresiones de violencia. Esa posibilidad se vuelve tangible en el caso de La Conciencia de El Pinacate A.C., una organización que desde 2017 ha articulado arte, ciencia, educación y comunidad en Puerto Peñasco, Sonora, con resultados visibles y replicables.

Si se reconociera que la crisis ecológica y la violencia son dos caras del mismo problema estructural, se abriría paso a nuevas políticas de seguridad que inviten a mexicanas y mexicanos a participar activamente en el cuidado de su territorio. Cuando se comprende que la educación ambiental no solo transmite conocimientos, sino que también empodera a las personas para transformar su realidad —como sostienen Pierre Sauvé y Enrique Leff, quienes conciben esta pedagogía como una práctica emancipadora, generadora de pensamiento crítico y acción colectiva—, se evidencia que prevenir la violencia desde la raíz exige educar con conciencia territorial.

Si se analizara con detenimiento el contexto de Puerto Peñasco, se observaría una región afectada por la sobreexplotación pesquera, la urbanización sin planeación y un turismo desbordado que ha fragmentado el tejido comunitario. Frente a ello, La Conciencia de El Pinacate A.C. ha generado acciones como murales colectivos, coloquios ambientales y talleres de creación artística, involucrando a pescadores, docentes, estudiantes, niñas, niños y personas adultas mayores en procesos de recuperación de espacios públicos y de resignificación simbólica del territorio.

Si se asumiera la educación ambiental como política de paz, se podrían vincular sus principios con el enfoque CPTED (Crime Prevention Through Environmental Design, o prevención del delito mediante el diseño ambiental), el cual propone que un espacio bien diseñado puede disuadir la delincuencia al fomentar vigilancia natural, sentido de pertenencia y apropiación ciudadana. En ese marco, las acciones comunitarias dejan de ser eventos aislados para convertirse en estrategias integrales de prevención social, al transformar los lugares abandonados en espacios de convivencia, arte y memoria colectiva.

Si se aplicaran metodologías participativas como la investigación-acción, se permitiría establecer un diálogo horizontal entre academia, instituciones y comunidad. Al formar facilitadoras y facilitadores ambientales desde los propios barrios, impulsar huertos escolares, recorridos ecoeducativos en zonas protegidas y actividades artísticas que conectan ciencia y cultura, la educación ambiental se volvería una experiencia liberadora que fortalece la agencia ciudadana, especialmente en las juventudes, a menudo excluidas de los procesos de decisión sobre su entorno.

Si se comprendiera el arte como una herramienta de denuncia y de esperanza, se podrían transformar las percepciones de inseguridad mediante prácticas estéticas que enraízan valores comunitarios. Un ejemplo de ello es el mural realizado en la calle Galeana, donde flora, fauna, rostros locales y símbolos de resistencia fueron pintados en colectivo. Esta pieza, más que una obra decorativa, actúa como un archivo visual que recupera la memoria social y también como un mecanismo informal de vigilancia, al generar mayor presencia y apropiación del espacio.

Si se promovieran espacios públicos para la proyección de cine comunitario —como en el caso del documental La Otra Parte, que aborda de forma crítica la expansión del narcotráfico—, se abrirían foros para discutir las causas estructurales de la violencia, romper con el relato de inevitabilidad del crimen y alentar procesos de reflexión colectiva. En esos encuentros, las y los jóvenes dialogan sobre los impactos ambientales del crimen organizado, sobre las ausencias en sus comunidades y sobre la urgencia de imaginar futuros donde el cuidado prevalezca sobre la explotación.

Si se incluyeran ferias de ciencia, jornadas ambientales y exposiciones de arte en el calendario cívico, se convertirían calles antes percibidas como inseguras en aulas abiertas de intercambio intercultural. La evidencia recopilada en estos eventos demuestra que la llamada “vigilancia afectiva”, basada en la presencia activa de la comunidad, tiene un impacto positivo comparable al de los dispositivos tecnológicos o coercitivos, pero con el valor añadido de fortalecer el tejido social.

Si los gobiernos locales, alineados con los principios de la Cuarta Transformación —austeridad republicana, justicia social y participación ciudadana—, decidieran institucionalizar estas prácticas, podrían consolidarse programas públicos de prevención del delito con perspectiva ambiental. Para ello, sería necesario establecer fondos específicos que apoyen a organizaciones territoriales, promover la recuperación de espacios públicos y formar consejos comunitarios de cultura de paz, con representación real de quienes habitan y conocen el territorio.

Si el sistema educativo integrara de forma transversal los contenidos de justicia ambiental, cultura de paz y prevención del delito, se formarían generaciones con mayor sentido de arraigo, empatía y corresponsabilidad. Las y los docentes actuarían como mediadores comunitarios, promoviendo proyectos escolares conectados con las problemáticas locales. Así, los impactos no se limitarían a los aprendizajes escolares, sino que se medirían también en términos de percepción de seguridad, apropiación del espacio y capacidad organizativa de las comunidades.

Construir paz desde el entorno no es una utopía, es una tarea política, educativa y ecológica que ya está en marcha, con resultados visibles; el desafío ahora es replicarla, protegerla y reconocerla como parte de una política pública democrática y corresponsable, que escuche a la comunidad, cuide el territorio y prevenga la violencia desde su raíz.

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Tags: Aldo San PedrocolumnaEducación Ambientalopinión
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