En noviembre de 2025, mientras el planeta rompía récords de temperatura y los incendios forestales devoraban hectáreas de vida, se celebró la COP30 en el corazón de la Amazonía brasileña. Lo que debía ser un parteaguas global terminó convertido en símbolo de un estancamiento diplomático que no logra ir al ritmo del calentamiento. La cita en Belém no solo fracasó en sus grandes promesas, como los combustibles fósiles, la deforestación y el cumplimiento del 1.5 °C, sino que reflejó la crisis de legitimidad de las conferencias climáticas, marcadas por ausencias clave, posiciones irreconciliables y una creciente desconexión entre los acuerdos multilaterales y la realidad cotidiana. Si la COP30 cambió algo, fue el estado de ánimo, la expectativa se transformó en decepción. Pero también encendió una señal de alerta ineludible, la política climática ya no ocurre solo en las cumbres, sino en el comercio, las ciudades, los bosques y, sobre todo, en la vida diaria de mexicanas y mexicanos.
Desde Kioto hasta París, las COP fueron construidas como un sistema jurídico internacional que permitiría canalizar la ciencia hacia decisiones políticas concretas. En ese trayecto, se definieron mecanismos como las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC), se crearon fondos para adaptación y se establecieron metas globales vinculantes.
Sin embargo, a 10 años del Acuerdo de París, Belém exhibió los límites de ese marco, solo una parte de los países presentó sus NDC, y aun si todos los compromisos se cumplieran, el planeta se calentaría entre 2.3 y 2.6 °C en este siglo. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), que es la principal instancia internacional encargada de evaluar el estado ambiental global, el objetivo de 1.5 °C ya no se sostiene sin recortes de emisiones sin precedentes en los próximos cinco años. Frente a ese escenario, las decisiones diluidas de la COP30 confirman que el multilateralismo climático necesita más que acuerdos voluntarios, requiere voluntad política real, cooperación asimétrica y acciones vinculantes desde los centros económicos del mundo.
Una parte significativa de la frustración en Belém vino de lo que no se logró. La tan esperada hoja de ruta para eliminar progresivamente los combustibles fósiles fue bloqueada por países productores como Arabia Saudita. A pesar del respaldo de más de 80 países, el documento final evitó cualquier mención explícita al petróleo, gas o carbón. En paralelo, el texto excluyó una hoja de ruta concreta para frenar la deforestación, a pesar de que la COP se realizó en la Amazonía y de que más de 90 países respaldaban esta medida. El Mutirão Global, nombre oficial del acuerdo final, dejó fuera estas omisiones con la promesa de hojas de ruta futuras, sin garantizar su implementación ni financiamiento.
En contraste, sí hubo avances en temas clave, aunque limitados. Se acordó triplicar la financiación para la adaptación climática, hasta alcanzar 120 mil millones de dólares anuales en 2035, pero con un lenguaje débil y sin nuevos fondos, lo que causó descontento en los países del Sur Global. También se adoptó un Plan de Acción de Género, que integra cinco áreas prioritarias para incorporar la igualdad en las políticas climáticas. Se instauró un Mecanismo de Transición Justa, que busca proteger a trabajadores ante el cambio económico global, aunque sin fondos específicos ni mecanismos de cumplimiento. Además, por primera vez una COP incluyó un componente comercial, se iniciarán tres diálogos anuales para evitar que las medidas climáticas sirvan como barreras comerciales, una demanda reiterada de economías emergentes frente al CBAM europeo.
Uno de los elementos más disruptivos de Belém fue su dimensión ciudadana. A diferencia de otras sedes restrictivas, esta COP estuvo acompañada por la Cumbre de los Pueblos, que congregó a 25 mil personas, incluyendo a 70 mil en la marcha por la justicia climática. Manifestantes indígenas irrumpieron en espacios oficiales y la presión social fue tan alta que incluso el presidente de la COP, André Corrêa do Lago, se comprometió a impulsar hojas de ruta presidenciales para los temas ausentes. El retorno de la sociedad civil al centro del debate climático reconfiguró la narrativa, ya no se trata solo de negociar entre países, sino de responder a poblaciones que padecen la crisis y exigen soluciones desde abajo. Las calles de Belém recordaron que el cambio climático no es solo una abstracción científica, sino una injusticia acumulada que ya tiene rostros, nombres y consecuencias visibles.
Usted que vive en México y cree que la crisis climática es un problema lejano, conviene recordar que sus efectos ya están entre nosotros, en forma de escasez de agua, cosechas arruinadas, enfermedades respiratorias o alimentos más caros.
Cada tormenta que inunda nuestras calles, cada sequía que arruina la milpa, cada incendio forestal que se extiende por los cerros, no son desastres aislados, son síntomas de un sistema global que se recalienta sin freno. Si no actuamos desde lo local, desde nuestras ciudades, escuelas, trabajos y hogares, dependeremos de cumbres distantes que negocian sin urgencia, mientras millones de personas pierden su bienestar y su futuro. La pregunta ya no es si el cambio climático va a afectarnos, sino cuánto más vamos a tolerar sin exigir cambios estructurales que nos protejan.
La COP30 dejó claro que el mundo ya no puede esperar a que los grandes acuerdos lleguen desde arriba, mientras la diplomacia se estanca, el clima avanza. Lo que Belém no resolvió, la transición energética, la protección de los bosques, el financiamiento para adaptación, no desaparece, se traslada al precio de la comida, al agua que falta, al calor que enferma y a la desigualdad que crece. Ese es el verdadero mensaje de la cumbre, que la política climática no es un tema de especialistas, sino de ciudadanía informada. Hoy, más que nunca, necesitamos preguntarnos quién está tomando las decisiones que definirán nuestro futuro, y por qué tantos decidieron no estar en Belém cuando más se les necesitaba.
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