Dentro del radar de consecuencias de la política de Trump seguramente está la de una guerra civil. Imperios en el pasado dieron cuenta de esa posibilidad como aviso de la decadencia de sus respectivos reinos.
Desde que surgió la intención de los otomanos a invadir Constantinopla hasta la invasión de Polonia, por los nazis, se consideró las simpatías de la población respecto a los invasores, ya fueran en favor o en contra.
Si Trump aprieta mucho a México debe considerar la posibilidad de un levantamiento social, que podría ser armado, encabezado por latinos, incluso por mexicanos en su propio territorio. En una guerra de guerrillas que sería muy difícil combatir para su ejército, conformado en su mayoría por inmigrantes o hijos de inmigrantes.
Esto no permitirían un agravio contra México, y harían lo posible por presionar desde allá, no sólo desde diferentes frentes sino diversas formas de violencia. Estrategia que tendrían su espejo en territorio mexicano, con lo cual los estadounidenses de visita o residentes se sentirían amenazados, inseguros.
Hay 66 millones de personas de origen hispano, más inmigrantes de otros países que representaría, en territorio estadounidense, una amenaza y desataría una cacería de brujas, donde la represión sólo multiplicaría la violencia pero no la detendría.
Si a esto sumamos que al norte ya no cuenta con un amigo en el gobierno canadiense, territorio que puede servir de trinchera, destierro, o refugio de los enemigos de Trump.
Tener al enemigo en casa implica una guerra de desgaste permanente para la cual no están preparados los militares estadounidenses. La armonía entre dos países con frontera común, es obligada, de otra manera sería una guerra interminable. La historia da cuenta de esta eterna rivalidad donde no hay vencedores, sólo derrotados.
La guerra de aranceles de Trump tiene como límites las previsiones, que sus estrategas tienen la obligación de tomar en cuenta. No se trata de una agresión de guerrillas solamente sino morderé la cola, con consecuencia en la productividad y la vida cotidiana de los 50 estados, ninguno de ellos exento de migrantes.
Cualquier revuelta en territorio estadounidense rebasaría los diques de contención fronterizos y habría dos alternativas, dejar pasar a todos quienes quieran o desatar una masacre. La diáspora de estadounidense, de miles que deciden ir a vivir a México o a Canadá, sería una trinchera que debería defender también Trump, no se trata de una posición violenta, en sí misma, pero sí representa a un grupo de paisanos que está en peligro, ubicado en un país donde mantiene un conflicto más allá de la posibilidad mínima de diálogo adecuado.
El apoyo que tiene la Presidenta de México es producto de la politización de la población, que ha dejado atrás la manipulación de los medios, las mentiras de sus escribanos, y los engaños ancestrales de las televisoras. Al surgir esta revolución, donde las conciencias se empoderan de los fallidos intentos por dominar las conductas de los mexicanos, el peligro de una violencia soterrada pero constante, sutil pero permanente.
En la sola advertencia sobre esta posibilidad va implícita una derrota política y económica, el aniquilamiento de su política y la imposibilidad de un tercer periodo en la Casa Blanca como anunció con ambición desmedida. Trump desconoce la política tanto como su equipo de millonarios que saben hacer negocios pero no conocen el ejercicio político ni las consecuencias de una guerra en su propio territorio.
Trump tiene en su gabinete de todo menos políticos, en un mundo donde impera la razón y el equilibrio de fuerzas, habrá que aceptar cambios en su gabinete para que le ayuden a ver la realidad con claridad.
Así podrá darse cuenta de que no gobierna un imperio, que no es una potencia militar y que le debe mucho dinero a su peor enemigo, que es China.
Habrá testigos del despertar del sueño de Trump cuando anuncie alternativas civilizadas, con sentido común, a su enorme déficit financiero y a su quiebra económica sin precedente.

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