Lo hallado en Teuchitlán es un reflejo contundente de la crisis de seguridad que atravesamos. Los zapatos, cartas, mochilas y restos encontrados evidencian no solo la magnitud del problema, sino también la absoluta incapacidad de las autoridades para afrontarlo, en un contexto de violencia que persiste desde hace casi dos décadas.
Estos hallazgos deberían impulsar a nuestros dirigentes a reflexionar y adoptar medidas más contundentes para reducir la incidencia de desapariciones y la violencia que azota al país. Asimismo, la oposición debería abordar estos sucesos con seriedad y respeto, exigiendo investigaciones eficientes y pidiendo garantías para que hechos como estos no se repitan.
Sin embargo, la oposición y sus medios orgánicos han insistido en construir una narrativa que equipara los campos de exterminio de la Alemania nazi con el Rancho Izaguirre. Esta comparación no solo banaliza el Holocausto y otros genocidios, sino que también subestima la inteligencia del pueblo de México, al pretender imponer una visión distorsionada de la crisis de seguridad. En lugar de contribuir a un debate serio sobre las causas estructurales de la violencia, recurren a términos impactantes para alimentar su agenda política, desviando la atención de las responsabilidades históricas que ellos mismos han tenido en la descomposición del Estado y la impunidad.
Esta versión irresponsable de los hechos ha servido como pretexto para que la prensa oficialista y el propio gobierno desplieguen una campaña contra la desinformación de la oposición, enfocando su narrativa en la defensa gubernamental y en desmentir los señalamientos adversarios. Sin embargo, este enfoque relega el problema central: la persistente crisis de seguridad y desapariciones en el país. En lugar de abrir un debate serio sobre las causas estructurales de la violencia y las estrategias para combatirla, el discurso se reduce a una pugna mediática que deja en segundo plano a las víctimas y la urgente necesidad de soluciones reales.
Incluso se ha llegado al extremo de minimizar la desaparición de personas y la gravedad de los hechos, como lo hizo el presidente del Senado, Fernández Noroña, al reducir el hallazgo a un mero intento de golpeteo contra el gobierno. Su cuestionamiento “¿Son zapatos de desaparecidos?” no solo refleja una falta de sensibilidad ante la crisis de violencia y desapariciones que enfrenta el país, sino que también contribuye a la desconfianza en las denuncias y al descrédito de las víctimas.
En medio de esta disputa discursiva, el problema real ha quedado relegado. Mientras gobierno y oposición se enfrascan en una batalla mediática, las madres buscadoras continúan su labor en el olvido, enfrentándose a la indiferencia institucional y al peligro constante. Sus denuncias y su lucha diaria exponen la realidad que muchos intentan desviar: un país donde la impunidad sigue siendo la norma y donde la búsqueda de justicia recae, no en el Estado, sino en las propias víctimas. Es a ellas, y no a las estrategias políticas de ambos bandos, a quienes se debería escuchar con urgencia.

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