Austeridad republicana

En el debate público, la austeridad suele confundirse con una cruzada moral obligatoria. No lo es. En el gobierno de la Cuarta Transformación, la austeridad presupuestal es una política: recortar gastos innecesarios, ajustar privilegios, reasignar recursos hacia programas prioritarios. Es el Estado, no las personas, el que debe apretarse el cinturón.

Ahora bien, la frugalidad de cada uno es harina de otro costal. Nadie puede ordenarla por ley ni exigirla. El presidente Andrés Manuel López Obrador optó por llevarla a cabo a su modo: sin excesos, sin irse de gira por el mundo, sin vestimentas de marca, con una forma de vida denominada “la justa medianía juarista” Se trata más bien de un credo personal, no de una regla plasmada en papel.

Y ahí está la diferencia: un funcionario puede, perfectamente, cumplir con todas las reglas de austeridad presupuestal y, con su salario legalmente ganado, vivir como prefiera. Comprar un buen auto, viajar, invertir o incluso gastar en lo que otros considerarían un lujo. El problema viene cuando se pretende fundir ambas cosas: creer que todo servidor público debe copiar el estilo de vida del presidente para ser coherente. No. La coherencia se mide en el manejo de los recursos públicos, no en la cantidad de zapatos que hay en el clóset.

En la 4T, la austeridad republicana es política de Estado; la “justa medianía” es una elección personal. Una cosa evita que el dinero del erario se desperdicie; la otra es un gesto ético que, aunque respetable, no es obligatoria. Pretender que todos vivan igual sería tan absurdo como imponer un código de vestimenta moral.

En un país democrático, el servidor público cumple si gasta bien el dinero que no es suyo. Lo que haga con el que sí lo es, le pertenece por completo. Y así debe seguir siendo.

Sin embargo, esta distinción, aunque legítima, puede tener un costo político. En el terreno del debate público, la coherencia no siempre se mide con criterios jurídicos, sino con percepciones. Un funcionario que cumple a cabalidad con la austeridad presupuestal, pero mantiene un estilo de vida costoso no incurre en falta alguna, aunque esa imagen puede convertirse en argumento para cuestionar su congruencia. En un ambiente político polarizado, esa brecha entre norma y apariencia se vuelve terreno fértil para la crítica.

Esto no necesariamente impacta en la operatividad del gobierno, pero sí puede afectar la búsqueda de respaldo electoral y la legitimidad ante la opinión pública. El contraste entre un discurso que exalta la sobriedad y una vida personal que proyecta abundancia puede ser aprovechado para debilitar liderazgos, incluso cuando no haya irregularidades. En política, la credibilidad es tan frágil como estratégica, y se construye no solo con la correcta administración del dinero público, sino también con la percepción que se proyecta.

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