Como sucedió en 2019 en Bolivia, ahora vemos a los grandes medios corporativos y a los partidarios de la derecha internacional vociferar que las autoridades democráticamente electas impulsan golpes de Estado. En todo el continente americano, cualquier expresión de izquierda que llegue al poder por vía del voto popular pasa a ser calificado de comunista, dictatorial, populista, terrorista, o cualquier etiqueta que exprese su propio miedo al sentir amenazados sus privilegios de clase.
Las circunstancias para terminar apresando al presidente Pedro Castillo son fácilmente manipulables en su relato, apelan a la memoria corta y al sensacionalismo que priva en las redes sociales:
El pasado 7 de diciembre, el mismo día en que iba a ser sometido a un tercer intento de destitución por parte del Congreso; el presidente de Perú anuncia la disolución temporal de la cámara (que por 16 meses continuos obstruyó todas sus iniciativas), llamando a nuevas elecciones y lograr avanzar en la demanda social de elaborar una nueva constitución para Perú.
Las reacciones fueron en cascada, y más significativas entre sus propios “aliados”, siendo el presidente desconocido por su propio gabinete, y rechazada la validez de esta medida por el mismo poder judicial que lo acosaba con denuncias genéricas de “corrupción”. Al mismo tiempo, toda la clase política (incluido el ejército y la policía) salieron a declarar al unísono que se trataban de un autogolpe de Estado, lo que hizo que su propia escolta lo terminará por detener sin importar su propia inmunidad presidencial. Al final, ese fue el pretexto perfecto para terminar por destituirlo de su cargo, y pasar el poder a su vicepresidenta, Dina Boluarte, con la complacencia de todos sus opositores en el Congreso.
Más allá de tecnicismos legales, parece que la facultad de disolver una legislatura, propia de cualquier régimen parlamentario solo es valida si lo realiza el Primer Ministro de Canadá o el Presidente de Ucrania, (héroes de la prensa occidental), y es un abierto delito, si lo realiza un presidente de izquierda de un país latinoamericano, que además tiene el agravante de ser de origen indígena, popular y campesino.
O precisamente por este origen se le condena o se trata de justificar su “ingenuidad”; sobresalen ahora los análisis, hasta de sesudos intelectuales orgánicos, que vuelven a llamar “golpista” a un presidente electo democráticamente, veredicto que se junta alegremente con la etiqueta de “dictador” que le adjudican desde la derecha más cavernaria y fascista. Una lectura crítica de estos acontecimientos no puede caer en la tendencia a enjuiciar cuales fueron los “errores” del profesor Castillo desde la supuesta superioridad moral que se asume desde la academia o el periodismo. Y no es válido, porque la historia la hacen los pueblos y no los individuos, quienes siempre son sujetos de sus circunstancias. Porque en nuestro continente esa circunstancia histórica se llama racismo colonial.
Una semana después, no hay muchas explicaciones de esos mismos especialistas, porque el pueblo pobre de Perú ha salido a las calles a demandar justamente las tres medidas anunciadas por Pedro Castillo: disolución del Congreso, adelanto de elecciones y una asamblea constituyente; ahora sumando la exigencia de libertad inmediata para quien siguen considerando su presidente, y la renuncia de la primera mujer en ocupar ese cargo, a quien consideran traidora y misma que no ha dudado en aplicar el Estado de excepción a cargo de la policía y el ejército, que tan legalistas salieron frente a la orden del Presidente Castillo.
Tampoco hay muchos intentos de contextualizar cuales son las condiciones históricas de una sociedad como la peruana, que tienen entre sus grupos de poder político y económico, a orgullosos representantes de una oligarquía racial, que sienten añoranzas por haber sido uno de los virreinatos de España; y quienes, desde su capital en la costa, desprecian y temen a la población andina y amazónica que hoy se vuelve a movilizar.
A los expertos desde el sofá, no les gusta aceptar que las medidas que Castillo tomó antes de ser detenido son largas demandas populares, y que ahora el presidente se ha convertido en un símbolo para el pueblo humillado y empobrecido del Perú. Desde el interior ha comenzado la insurrección popular contra el verdadero golpe de Estado.
Pero por el flanco mediático local e internacional avanza la estigmatización en contra de las movilizaciones de protesta: llamando terroristas y narcotraficantes a los sectores populares que alzan la voz, frente a lo que consideran un atropello más, a su voluntad política expresada en las urnas. Ciudadanos movilizados frente a la evidencia que las decisiones políticas se pretende que vuelvan a ser adjudicadas como patrimonio exclusivo de las elites tradicionales de ese sistema de castas que es la sociedad peruana.
Si una primera lección política podemos sacar desde la lucha de izquierda y la defensa legitima de la soberanía popular, es como la crisis política de Perú en este último año y medio se terminó por agravarse, cuando todos los intereses creados conspiraron desde las instituciones en contra de un proyecto alternativo al sentir amenazado el régimen de privilegios que han sostenido por siglos de colonialismo; al mismo tiempo, en la actual tragedia de Perú, podemos constatar los resultados nefastos que provoca sumar a burócratas y politiqueros, los lambiscones del poder, advenedizos, quienes rápidamente terminaron de rodear y aislar de su propio pueblo, a un presidente ahora detenido en solitario.
Desde nuestro movimiento, es indispensable solidarizarnos con el Perú de los de abajo, y con el profesor indígena y presidente legítimo, que hoy encarcelado se convierte en símbolo de la resistencia de todos los pueblos -frente a las oligarquías locales, racistas y cortesanas del directorio de la derecha internacional-.
- Con la colaboración de David Toriz Soto
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
Comentarios