Por Ricardo Sevilla
El 2 de noviembre de 1906 marcó un hito en la vida de Lev Davídovich Bronstein, mejor conocido como León Trotsky.
Y es que este hombre de talla mediana –media 1.76– que durante cinco años se declaró un apátrida (de 1932 a 1937), fue deportado a Siberia.
Y aunque aquella no era su primera deportación a Siberia, sí fue la que estuvo fraguada para que, a sus 27 años, fuera percibido como el enemigo público número uno del zarismo, aunque, paradójicamente, aquello mismo terminaría sirviéndole para catapultarlo como un genio de la fuga y la tenacidad revolucionaria.
Pero ofrezcamos algunos datos duros y hechos que nos ayudarán a comprender mejor de qué hablamos:
Meses antes, el 16 de diciembre de 1905, el Soviet de Delegados Obreros de San Petersburgo, el primer germen de un poder popular, fue desmantelado.
Trotsky y unos 300 revolucionarios de diversas facciones (mencheviques, socialistas revolucionarios e independientes, con una notable minoría bolchevique) fueron arrestados.
Tras el juicio de septiembre y octubre de 1906, solo catorce acusados fueron seleccionados para recibir la pena más severa: la pérdida de derechos civiles y la deportación de por vida a Siberia, bajo vigilancia.
Trotsky encabezaba la lista. El destino no era otro que Obdorsk, una remota y gélida colonia penal en el Círculo Polar Ártico, a 1,600 km de la estación de tren más cercana.
La intención de las fuerzas zaristas era clara: asegurar su desaparición política.
El viaje fue una odisea de 52 soldados de escolta y refuerzos constantes, un testimonio del gran temor que el zarismo sentía ante la figura de Trotsky.
El exilio forzoso –que era una táctica común del zarismo (el “sistema Gulag” avant la lettre)– cumplía el propósito de aislar a los disidentes. Sin embargo, en la práctica y sin proponérselo, terminó forjando la identidad colectiva y el capital social de los líderes revolucionarios.
Como bien se sabe, el muy riesgoso viaje de huida tuvo un feliz desenlace: Lev Davídovichllegó por fin a buen puerto, reencontrándose con Natalia y su pequeño hijo Lev, para salir en familia a un exilio que se prolongó durante diez años.

Ahora bien, lo cierto es que Trotsky consideraba que había debido su buena fortuna en ese viaje de escape, no a los humanos, sino a seres que él calificó de “extraordinarios”: los renos.
Y es que estos animales fueron los que, en situación de cautiverio y sin ser consultados, tiraban incansablemente del trineo, y entregaban su vida para proveer de pieles a los viajeros del frío para que se protegieran del frío, y de carne para que se alimentaran durante el trayecto.
Pero ninguno de estos hechos y episodios les interesó a los autores del (pésimo) documental que, en 2017, hizo Netflix sobre Trotsky.
Este bodrio, que se narra a través de flashbacks, está preñado de mentiras, tergiversaciones e inexactitudes históricas.
La serie intenta que el público descuidado se trague el cuento de que Trotsky fue un líder cruel y megalómano que orquestó la Revolución de Octubre, recurriendo a muchos de los estereotipos antisemitas utilizados por el movimiento blanco anticomunista durante la Guerra Civil Rusa.
¡Una auténtica dosis de ideología anticomunista y antirevolucionaria.
Y no es gratuito.
Konstantin Ernst, el productor de esta serie, es director ejecutivo de Canal Uno Rusia, y el encargado de denostar a Trotsky por órdenes de Putin (que, por cierto, siempre ha despreciado a Lev).
Su deleznable objetivo –y el de Netflix– era promover y difundir esta narrativa, globalizándola y comercializándola, utilizando la influencia de ese medio –¿de desinformación?– para legitimar una versión histórica sesgada.
Lo cierto es que hoy, el público ya no se traga esta clase de productos chatarra y sabe perfectamente que Lev Davídovich Bronstein fue uno de los pocos a quienes no les tembló la voz al criticar la hipocresía de los líderes viles y corruptos. “Que Stalin alcanzase su posición fue la suprema expresión de la mediocridad del aparato”, dijo alguna vez León Trotsky.

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