Este 19 de septiembre al filo del mediodía nos encontrábamos en un acto político cultural en el Eje Central Lázaro Cárdenas antes San Juan de Letrán, justo en la Plaza Cándido Mayo (la única en el mundo dedicada a un reportero gráfico), donde hubo una ceremonia prehispánica con humo de copal como mediador cósmico para pedir perdón a la tierra por los sismos de 1985 y 2017. En la cosmovisión ancestral el humo del copal simboliza: “el mediador entre el cielo y la tierra, entre la materia y el espíritu, entre vivos y muertos, lazo de unión del humano con el padre-madre creador, elemento que transporta las oraciones al ámbito divino”.
Minutos después del habitual simulacro -propio de este día- y en el epilogo de la ceremonia del perdón, la tierra comenzó a estremecerse en punto de la una de la tarde con cinco minutos ante nuestra más demoledora incredulidad. Por supuesto, ya ante un sismo real la alarma que menos de una hora antes nos movilizó para el simulacro sonó demasiado tarde, cuando la tierra ya hacia olas que emborrachaban a los postes y cables de luz. Decenas de personas nos arrimamos como pudimos a la banqueta de la conocida avenida, con una carga emocional que internamente nos paralizaba -al punto que era difícil que las piernas respondieran y no temblaran como parte de la vibración que nos enraizaba con el asfalto gelatinoso-. Algunas personas comenzaron un llanto tristísimo. Pero ante eso, otras más se acercaron a abrazarlas y poner un brazo al hombro, mientras la sinfonía de movimientos parecía interminable.
Al fondo la enorme estatua del General Lázaro Cárdenas parecía una esfinge milenaria que no compartía el nerviosismo de vehículos, trolebuses y transeúntes que quedaron sin moverse un milímetro más, como una fotografía que veremos cada 19 de siempre.
Que pequeños somos con nuestro egoísmo e individualismo cotidiano, efectivamente no somos nada ante el despertar de la energía. Por eso la más grande lección de cada 19 de siempre es saber reconocernos vulnerables y aprender a darnos la mano.
Durante la ceremonia, antes del nuevo sismo de un 19 de siempre, una voz dijo unas palabras que nos conmovieron:
“No estamos solos, entonces caminemos juntos”.
El rayo ha caído no dos, quizá no tres, quizá siempre caerá en el mismo árbol…
La Ciudad está condenada a los naufragios de cada septiembre, esta vez después supimos de 7.7 grados con epicentro a 63 kilómetros al sur de Coalcomán; aunque la generosidad colectiva de prevenirse cada vez más con mejores reglamentos y materiales de construcción y continuos simulacros es una grata noticia, en la que aún habrá que perseverar más; los expertos han señalado que los desastres naturales no existen, sino que se “construyen socialmente”, incluso han advertido que se debería conocer el riesgo sísmico de cada colonia de la capital como se identifica el código postal.
Pero también, esa condena ha favorecido el inquebrantable y esperanzador despertar de la sociedad, su ánimo solidario y su espíritu fraterno, desde los sismos de 1957 y con mayor audacia en 1985, cuando el pueblo organizado se observó como el único garante de salvar al propio pueblo, ante el vacío e inoperancia de un gobierno corrompido hasta la inanición. Es la Ciudad la protagonista de cada 19 de siempre, pero no olvidemos que el desafío de la naturaleza también ronda las poblaciones de las costas sísmicas, lamentablemente esta vez las secuelas afectaron gravemente al pueblo hermano de Colima. No nos ocupemos de estas fechas con una obtusa visión chilango centrista. Si bien, la ciudad es de todos y somos todos. La ciudad se extiende hasta el mar.
Escribió Carlos Monsiváis: “La ciudad admite la difamación de sus pesadillas y, también, los grandes instantes de la solidaridad, como el de septiembre de 1985, cuando luego de dos terremotos que costaron cerca de 20000 vidas, un millón de personas trabajan, algunas en condiciones de extremo riesgo, en las tareas de salvamento, rescate de cadáveres, organización de albergues, reparto de ropa y comida. A las atrocidades inventadas por la realidad se enfrentan las imágenes del heroísmo colectivo, del deseo de acompañar al prójimo en su tragedia. La Ciudad de México día a día se precipita a su final y, también a diario, se reconstituye con la energía de las multitudes convencidas de que no hay ningún otro sitio a dónde ir”.
El despertar de las conciencias ha sido un proceso arduo, colectivo y sobre todo individual; en uno de sus apuntes el propio José Revueltas, en congruencia con su conocida honestidad intelectual y personal, en un acto de severa autocrítica reconoció que ante el sismo de 1957 no entendió el momento y su papel, en una sacudida interna que le ayudó a comprender posteriores definiciones, que desempeñó ya sin equivocarse y situándose siempre al lado del pueblo. El 28 de julio de 1957 escribió:
“Ha caído el Ángel de la libertad, por efecto del temblor de esta madrugada. He visto su torso de oro al pie la columna, lo brazos rotos, el hacinamiento monstruoso de su cuerpo hecho pedazos. Daba tristeza. La multitud veía, comentaba, con una especie de aturdimiento sorprendido, mitad estupefacción y mitad gozo del privilegio de haber podido asistir a un hecho extraordinario y único. Los altavoces piden voluntarios para ir a remover escombros y extraer víctimas en el destruido edificio de Frontera y Álvaro Obregón. Me incorporo a un atestado camión con más de otros cien voluntarios.
Me cuelgo de una de las rendijas, suspendido tan sólo de un pie. Me estorba indeciblemente un montón de libros que llevo en una mano, bajo el brazo, no sé cómo. Por fin tengo que desistir de continuar en el camión, o sea, que hubiera que renunciar a los libros para seguir ahí, y el dilema era ése: abandonar los libros o (no) acudir al lugar del siniestro para prestar mi ayuda. Con amarga y molesta contrariedad me decidí por no abandonar los libros. ¡Qué cosa terrible y simbólica! El dilema eterno del intelectual entre la acción viva y el engreimiento hacia su oficio. Este incidente y mi actitud no han podido separarse de mi mente todo el día, me han atormentado de un modo espantoso”.
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